Magrat estaba en éxtasis, como de costumbre. El teatro no
consistía más que en algunos metros cuadrados de tela pintada, y unos tablones
cobre cuatro barriles, acompañados por media docena de bancos en la plaza del
pueblo. Pero al mismo tiempohabía logrado convertirse en El Castillo, en Otra
Parte Del Castillo, en La Misma Parte Un Poco Más Tarde, El Campo de Batalla, y
ahora era Un Camino En Las Afueras De La Ciudad. La tarde habría sido perfecta
de no ser por Yaya Ceravieja.
Tras varias miradas penetrantes hacia la orquesta de tres hombres para intentar averiguar cuál de los instrumentos era el teatro, la anciana bruja se decidió a prestar atención al escenario, y Magrat empezaba a darse cuenta de que Yaya aún no había aprehendido algunos aspectos fundamentales de la dramaturgia.
Tras varias miradas penetrantes hacia la orquesta de tres hombres para intentar averiguar cuál de los instrumentos era el teatro, la anciana bruja se decidió a prestar atención al escenario, y Magrat empezaba a darse cuenta de que Yaya aún no había aprehendido algunos aspectos fundamentales de la dramaturgia.
En aquel momento, estaba rabiosa, agitándose en su taburete.
-¡Lo ha matado! –siseó-. ¿Por qué no hacen algo? ¡Lo ha
matado! ¡Y aquí mismo, delante de todo el mundo!
Magrat sujetó desesperadamente a su colega por el brazo. Yaya intentaba ponerse de pie.
-No pasa nada –susurró-. ¡No está muerto!
-¿Intentas decir que miento, niña? –rugió Yaya-. ¡Lo he visto todo!
-Mira, Yaya, no es de verdad, ¿entiendes?
Yaya Ceravieja cedió un poco, pero aún seguía gruñendo entre dientes. Empezaba a tener la sensación de que querían dejarla en ridículo.
En el escenario, un hombre ataviado con una sábana estaba embarcado en un inspirado monólogo. Yaya escuchó atentamente unos minutos, y luego dio un codazo a Magrat entre las costillas.
-¿Qué le pasa a este ahora? –preguntó, imperiosa.
-Está diciendo cuánto siente que el otro hombre haya muerto –respondió Magrat-. ¿Has visto cuántas coronas? –añadió rápidamente, tratando de cambiar de tema.
Pero Yaya no tenía la intención de dejarse distraer.
-Entonces, ¿por qué lo ha matado?
-Bueno, es un poco complicado… -respondió Magrat débilmente.
-¡Una vergüenza, eso es lo que es! –estalló Yaya-. ¡Y el pobre muerto, ahí tirado!
Magrat dirigió una mirada suplicante a Tata Ogg, que masticaba una manzana mientras estudiaba el escenario con mirada de investigador científico.
-Creo –dijo lentamente-, creo que están fingiendo. Mira, aún respira.
El resto del público, que a aquellas alturas ya había decidido que la conversación era parte de la obra, contempló el cadáver como un solo hombre. Éste se sonrojó.
-Y además, mira qué botas –insistió Tata con tono crítico-. Un rey de verdad jamás llevaría botas como ésas.
El cadáver trató de ocultar los pies tras un arbusto de cartón.
Yaya tuvo la sensación de que, de alguna manera misteriosa, había conseguido una pequeña victoria sobre los representantes de falsedades y artificios. Cogió una manzana de la bolsa y contempló el escenario con renovado interés. Los nervios de Magrat empezaron a calmarse, y se dispuso a disfrutar de la obra. Pero resultó que la tregua era sólo temporal. Su voluntaria eliminación de la incredulidad se vio interrumpida de nuevo.
-¿Qué pasa ahora?
Magrat suspiró.
-Bueno –se atrevió a explicar-, él cree que es el príncipe, pero en realidad es la otra hija del rey, disfrazada de hombre.
Magrat sujetó desesperadamente a su colega por el brazo. Yaya intentaba ponerse de pie.
-No pasa nada –susurró-. ¡No está muerto!
-¿Intentas decir que miento, niña? –rugió Yaya-. ¡Lo he visto todo!
-Mira, Yaya, no es de verdad, ¿entiendes?
Yaya Ceravieja cedió un poco, pero aún seguía gruñendo entre dientes. Empezaba a tener la sensación de que querían dejarla en ridículo.
En el escenario, un hombre ataviado con una sábana estaba embarcado en un inspirado monólogo. Yaya escuchó atentamente unos minutos, y luego dio un codazo a Magrat entre las costillas.
-¿Qué le pasa a este ahora? –preguntó, imperiosa.
-Está diciendo cuánto siente que el otro hombre haya muerto –respondió Magrat-. ¿Has visto cuántas coronas? –añadió rápidamente, tratando de cambiar de tema.
Pero Yaya no tenía la intención de dejarse distraer.
-Entonces, ¿por qué lo ha matado?
-Bueno, es un poco complicado… -respondió Magrat débilmente.
-¡Una vergüenza, eso es lo que es! –estalló Yaya-. ¡Y el pobre muerto, ahí tirado!
Magrat dirigió una mirada suplicante a Tata Ogg, que masticaba una manzana mientras estudiaba el escenario con mirada de investigador científico.
-Creo –dijo lentamente-, creo que están fingiendo. Mira, aún respira.
El resto del público, que a aquellas alturas ya había decidido que la conversación era parte de la obra, contempló el cadáver como un solo hombre. Éste se sonrojó.
-Y además, mira qué botas –insistió Tata con tono crítico-. Un rey de verdad jamás llevaría botas como ésas.
El cadáver trató de ocultar los pies tras un arbusto de cartón.
Yaya tuvo la sensación de que, de alguna manera misteriosa, había conseguido una pequeña victoria sobre los representantes de falsedades y artificios. Cogió una manzana de la bolsa y contempló el escenario con renovado interés. Los nervios de Magrat empezaron a calmarse, y se dispuso a disfrutar de la obra. Pero resultó que la tregua era sólo temporal. Su voluntaria eliminación de la incredulidad se vio interrumpida de nuevo.
-¿Qué pasa ahora?
Magrat suspiró.
-Bueno –se atrevió a explicar-, él cree que es el príncipe, pero en realidad es la otra hija del rey, disfrazada de hombre.
Yaya sometió al actor a una larga mirada analítica.
-Es un hombre –dijo-. Con una peluca de paja. Y poniendo voz chillona.
Magrat se estremeció. Sabía muy poco sobre las convenciones del teatro. Había estado temiendo aquello. Yaya Ceravieja tenía sus Puntos de Vista.
-Sí, sí –suspiró-. Pero esto es el Teatro. Los papeles de las mujeres los representan los hombres.
-¿Por qué?
-Es un hombre –dijo-. Con una peluca de paja. Y poniendo voz chillona.
Magrat se estremeció. Sabía muy poco sobre las convenciones del teatro. Había estado temiendo aquello. Yaya Ceravieja tenía sus Puntos de Vista.
-Sí, sí –suspiró-. Pero esto es el Teatro. Los papeles de las mujeres los representan los hombres.
-¿Por qué?
-No se permite que las mujeres suban al escenario –dijo Magrat
en un hilo de voz.
Cerró los ojos.
Pero no hubo ninguna explosión en el asiento que tenía a su
izquierda. Se arriesgó a lanzar una mirada rápida.
Yaya seguía masticando en silencio el mismo bocado de manzana, una y otra vez, sin que sus ojos se apartaran ni un instante del escenario.
-No la armes, Esme –dijo Tata, que también conocía los Puntos de Vista de Yaya-. Este trozo es bueno. Me parece que le empiezo a coger el tranquillo.
Alguien dio una palmadita a Yaya en el hombro.
-Señora, ¿tendría la amabilidad de quitarse el sombrero?
Yaya se volvió muy despacio en el taburete, como impulsada por algún motor oculto, y sometió al hombre a una mirada azul diamante de cien kilovatios de potencia. El espectador retrocedió, sintiendo la repentina necesidad de que la tierra se abriera bajo sus pies.
-No –dijo Yaya.
El hombre consideró sus opciones.
-Muy bien –respondió.
Yaya seguía masticando en silencio el mismo bocado de manzana, una y otra vez, sin que sus ojos se apartaran ni un instante del escenario.
-No la armes, Esme –dijo Tata, que también conocía los Puntos de Vista de Yaya-. Este trozo es bueno. Me parece que le empiezo a coger el tranquillo.
Alguien dio una palmadita a Yaya en el hombro.
-Señora, ¿tendría la amabilidad de quitarse el sombrero?
Yaya se volvió muy despacio en el taburete, como impulsada por algún motor oculto, y sometió al hombre a una mirada azul diamante de cien kilovatios de potencia. El espectador retrocedió, sintiendo la repentina necesidad de que la tierra se abriera bajo sus pies.
-No –dijo Yaya.
El hombre consideró sus opciones.
-Muy bien –respondió.
Yaya se dio media vuelta e hizo un gesto a los actores, que
se habían interrumpido para observarla.
-No sé qué miráis –gruñó-. Venga, seguid.
Tata Ogg le pasó otra bolsa.
-Tómate un bizcocho –sugirió.
El silencio volvió a invadir el teatro provisional, roto sólo
por las voces titubeantes de los actores, que seguían mirando de soslayo la
figura imponente de Yaya, y el sonido de una dentadura sana al masticar un
bizcocho algo duro.
Entonces, Yaya exclamó con una voz retumbante que hizo que
aun actor se le cayera la espada de madera:
-¡Ahí hay un hombre que les susurra algo!
-Es el apuntador –le explicó Magrat-. Les cuenta lo que
tienen que decir.
-¿No lo saben?
-Creo que se les está olvidando –replicó la joven con
amargura-. ¿Por qué será?
Yaya dio un codazo a Tata Ogg.
-¿Qué pasa ahora? ¿Por qué están los reyes y todo el mundo
ahí arriba?
-Es un banquete, ¿sabes? –Respondió con autoridad Tata Ogg-. En
honor del rey muerto, el de las botas, aunque estaba disimulando porque, si te
fijas bien, ahora se hace pasar por soldado. Todo el mundo hace discursos
diciendo lo bueno que era y cuánto les gustaría saber quién lo mató.
-¿Sí? –dijo Yaya, sombría.
Paseó la vista por los actores, buscando al asesino.
Estaba tomando una decisión.
Entonces, se levantó.
El chal negro ondeaba alrededor como las alas de un ángel
vengador, que acudía para liberar al mundo de toda su estupidez, falsedad y
artificio. Parecía mucho más corpulenta delo normal. Señaló al culpable con un
gesto furioso.
-¡Fue él! –gritó, triunfal-. ¡Todos lo hemos visto! ¡Lo mató
con una daga!
Pratchett, Terry, Brujerías, traducción de Cristina Macía, Barcelona, Plaza & Janés, 1999, 324 pp, (Biblioteca de Terry Pratchett), 38-42 pp.
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