En el porche oscuro,
en las últimas horas de la tarde, había un relampagueo de agujas, como el
movimiento de un enjambre de insectos de plata a la luz. Las tres mujeres
torcían la boca sobre el trabajo. Inclinaban los cuerpos hacia atrás, y luego
imperceptiblemente hacia adelante, moviendo las sillas mecedoras y murmuraban.
Cada una de las mujeres se miraba las manos como si hubiesen descubierto de
pronto que allí golpeaban sus corazones.
-¿Qué hora es?
-Las cinco menos
diez.
-Tengo que
levantarme y pelar esos guisantes para la cena.
-Pero…-dijo una.
-Oh sí, se me
había olvidado. Tonta de mí…
La primera mujer
se detuvo, dejó el bordado y la aguja, y miró por la puerta abierta del porche
el tibio interior de la casa silenciosa, la callada cocina. Allí sobre la mesa,
como los más puros símbolos de la vida doméstica que ella hubiese podido ver,
descansaba el montón de guisantes recién lavados en sus limpias y elásticas
cáscaras, esperando que unos dedos los trajeran al mundo.
-Ve a pelarlos si
te hace feliz- dijo la segunda mujer.
-No-dijo la
primera. No quiero. No quiero realmente.
La tercera mujer
suspiró. Bordó una rosa, una hoja, una margarita en un campo verde. La aguja de
bordar se alzaba y desaparecía.
La segunda mujer
estaba trabajando en el más fino, el más delicado bordado de los tres, dando
hábiles puntadas, lanzando la aguja por innumerables caminos. Su rápida y negra
mirada acompañada todos los movimientos. Una flor, un hombre, un camino, un
sol, una casa; la escena crecía bajo su mano; una belleza en miniatura,
perfecta en todos los hilados detalles.
-En momentos como
este parecería que una vuelve siempre a sus manos-dijo, la primera mujer y las
otras asintieron de modo que las mecedoras se mecieron otra vez.
-Se me ocurre-
dijo la primera mujer-que nuestras almas están en nuestras manos. Pues hacemos
con ellas todas las cosas. A veces
pienso que no las usamos bastante. Por lo menos es cierto que no usamos
nuestras cabezas.
Todas miraron con
más atención lo que hacían las manos.
-Sí-dijo la
tercera-, cuando una recuerda toda una vida, parece que recordase menos las
caras que las manos, y lo que ellas hicieron.
Contaron para sí
mismas las tapas que habían levantado, las puertas que habían abierto y
cerrado, las flores que habían recogido, las camas que habían tendido, todo con
dedos rápidos o lentos según su hábito o costumbre. Recordaban, y veían una
agitación de manos, como el sueño de un brujo, y puertas que se abrían de
pronto de par en par, grifos que cerraban, escobas sacudidas, niños azotados.
No se oía otro sonido que el murmullo de manos rosadas; el resto era un sueño sin
voces.
-No hay que abrir
o cerrar ventanas.
-No hay que
recortar recetas de cocina de los periódicos.
Y de pronto las
tres mujeres se echaron a llorar. Las lágrimas les rodaron suavemente por la
cara y cayeron sobre las telas donde se retorcían los dedos.
-Esto no nos
ayudará -dijo al fin la primera mujer llevándose las yemas del pulgar a los
párpados. Se miró el pulgar y estaba húmedo.
-¡Mirad qué he
hecho! -dijo la segunda mujer, exasperada.
Las otras dejaron
de bordar y miraron. La segunda mujer sostenía en alto su bordado. La escena
era casi perfecta. El bordado sol amarillo brillaba sobre el bordado campo
amarillo, y el bordado camino castaño se curvaba hacia la bordada casa rosada.
Pero en la cara del hombre junto al camino había algo raro.
-Tendré que sacar
todos los hilos para arreglarlo-dijo la segunda mujer.
-Qué lástima.
Todas miraron
atentamente la hermosa escena que tenía un defecto.
La segunda mujer
empezó a sacar los hilos con sus relampagueantes tijeritas. La figura salió
hilo por hilo. La mujer tiraba y arrancaba, casi con un maligno placer. La cara
del hombre desapareció. La mujer siguió tironeando de los hilos.
-¿Qué has hecho?
-preguntó la otra mujer
Se inclinaron y
vieron lo que ella había hecho.
El hombre ya no
estaba junto al camino. La mujer lo había quitado del todo.
No dijeron nada y
volvieron a sus trabajos.
-¿Qué hora es?-
preguntó una.
-Las cinco menos
cinco.
-¿Dijeron que
ocurrirá a las cinco?
-Sí.
-¿Y no saben aún
qué pasará realmente cuando ocurra?
-No, no con
seguridad.
-¿Por qué no los
detuvimos antes de que llegaran tan lejos, y alcanzara este tamaño?
-Es dos veces
mayor que antes. No, diez veces. O quizás mil veces
-Esta no es como
la primera de la última docena. Es distinta. Nadie sabe qué hará.
Las tres mujeres
esperaban en el porche entre el aroma de las rosas y la hierba recién cortada.
-¿Qué hora es?
-Las cinco menos
un minuto.
Las agujas
brillaron con fuegos de plata. Se sumergieron como un menudo cardumen de peces
metálicos en el aire cada vez más oscuros del estío.
Muy lejos se oyó
el zumbido de un mosquito. Luego algo parecido a un retumbar de tambores. Las
tres mujeres torcieron las cabezas, escuchando.
-¿No oiremos
nada, no es cierto?
-Dicen que no.
-Quizás somos
tontas, quizás pasarán las cinco y seguiremos limpiando guisantes, abriendo
puertas, revolviendo sopas, lavando platos, preparando almuerzos, pelando
naranjas…
-¡Oh, cómo nos
reiremos de asustarnos con un viejo experimento!
Las tres mujeres
se sonrieron un instante.
-Las cinco.
Las mujeres
enmudecieron y volvieron al trabajo. Los dedos se apresuraron. Las caras se
inclinaron sobre sus frenéticos movimientos. Los dedos bordaron lilas y hierbas
y árboles y casas y ríos. No hablaban, pero uno podía oír cómo respiraban en el
silencioso aire del porche.
Pasaron treinta
segundos.
Al fin, la
segunda mujer suspiró aliviada.
-Me parece que
iré a pelar esos guisantes para la cena –dijo-. Yo…
Pero ni siquiera
tuvo tiempo de alzar la cabeza. En alguna parte, a un lado, vio que el mundo
brillaba y se incendiaba. No miró, pues sabía qué era, ni tampoco las otras, y
en ese último instante los dedos de las tres siguieron volando. No miraron a un
lado para ver qué le ocurría a la región, la ciudad, la casa, aun el porche. Se
quedaron mirando los dibujos entre las manos revoloteantes.
La segunda mujer
vio cómo se iba una flor bordada. Trató de bordarla de nuevo, pero se iba en
seguida, y luego desaparecieron el camino y las briznas de hierba. Advirtió un
fuego, que se movía lentamente casi, y se apoderaba de una casa bordada y le
sacaba las tejas, y arrancaba una a una las hojas de un arbolito verde, y vio
que el sol mismo se deshacía en la tela. Luego el fuego pasó a la punta de la
aguja que relampagueaba aún; observó el fuego que le corría por los dedos, los
brazos, el cuerpo, y le deshacía el hilado del ser, tan esmeradamente que ella
podía apreciar toda su demoniaca belleza. Nunca supo qué le hacía el fuego a
las otras mujeres, o el mobiliario o el olmo del patio. Pues ahora, ¡sí,
ahora!, le arrancaba el bordado blanco de la carne, el hilado rosa de las
mejillas, y al fin le entraba en el corazón, una rosa blanda y roja cosida con
fuego, y le quemaba los frescos, bordados y delicados pétalos, uno a uno…
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