Se escucharon golpes en las puertas, una respiración muy
agitada. Era Mario, nos miró con los ojos muy abiertos.
- ¡Jules! ¡Jules! Ven ¡corre! –
- ¿Qué pasa? – preguntamos.
- Los niños, estaban jugando en el jardín, de repente su
pelota voló hasta el jardín de los vecinos… y ellos corrieron por ella – lo
siguiente lo dijo como quien espera un regaño, como quien olvidó algo serio –
hacia la parte de los rosales.
Jules se levantó corriendo y tirando sus cuadernos. Yo lo seguí de inmediato y
Mario se quedó petrificado en la puerta hablándole al vacío.
-Y se quedaron atrapados, entre las espinas…-
Linda el ama de llaves ya estaba frente a los rosales. -
No se muevan niños, su papá ya viene y él sabrá qué hacer–
Era otoño, así que no había flores, sólo un ovillo de
ramas y más ramas secas, todas llenas de anchas espinas. Jules llegó corriendo
al jardín, lo primero que dijo fue ¿cómo llegaron tan al fondo? Linda le
dirigió una mirada que decía que no tenía idea. Ella y yo cruzamos miradas de
lástima.
-Si esos niños tuvieran madre estarían mejor cuidados –
le dije yo a Jules alguna vez, por eso Linda estaba ahí, como una institutriz
que cuidaba todo el tiempo a los niños. Aun así nunca estarían del todo protegidos
porque nunca tendrían una madre real. Su padre era un científico que nunca se
alejaba de los tubos de ensayo y las probetas. De hecho así nacieron esos
niños; en tubos de ensayo y probetas. Nadie sabe de dónde sacó Jules el óvulo. Claro
que tuvieron muchos problemas, con la ley, con la gente, con otros científicos.
Vivieron en paz hasta que emigraron a otro continente. En el acta de nacimiento
de los niños decía “Madre; No la hubo.” Esos fueron los problemas chicos,
porque además la salud de los niños era muy frágil. Eso lo supimos poco después
de que nacieran.
El día que nacieron (si es que se puede decir así) yo
estaba ahí. Eran tres: Claude, Ian y Julio. Su padre los sacó lentamente de los
frascos en los que se criaron, les quitó el gel de la piel y más por ceremonia
les dio una nalgada. No lloraron, su rostro siguió frío y soñoliento, desde que
los cargamos por primera vez había un gesto tristísimo en sus caras.
El día posterior a que nacieran (Jules decía “su primer
respiro”) los mirábamos dormir.
-¿Son autistas? –
-No–
-¿Y por qué no lloran? –
- Por lo miso que jamás reirán, ni bufarán de enojo, ni
suspirarán–
Regresamos al laboratorio y dos horas después escuchamos
un golpe seco. Era el pequeño Julio, se cayó de la cuna, al parecer, mientras
gateaba. ¡Dos días de edad y ya gateaba! Cayó desde un metro más o menos, desde
la cuna que su padre armó hacía años, cuando él y sólo él creían que nada era
tan imposible. Blanco de susto el científico recogió a su hijo, entonces el
bebé empezó a llorar, al escucharlo
lloraron los otros dos niños y después lloramos todos. ¡Entonces sí tenían
emociones! ¡Y eran muy fuertes! Porque a pesar de que cayó desde un metro no le
pasó nada.
Jules no cabía en sí mismo de alegría y no le importó
salir del país sin reputación ni amigos o apoyo, con tres hijos que sólo tenían
unos días de vida.
A los cuatro días ya todos gateaban; nadie sospechó que
crecerían tan rápido. A las dos semanas ya hablaban, caminaban y corrían, como
niños de cinco años.
Un día el pequeño Julio amaneció muy enfermo; empalideció
y su temperatura era de treintaisiete grados. Sin embargo Jules era el menos
preocupado; parecía que hasta le daba gusto que sus hijos se pudieran enfermar
de algo. Lo que lo que lo hacía pensar era que sus hijos diseñados clínicamente
¿de qué podrían enfermarse? Jules decidió cuidarlos como si todo fuese normal. Me
ordenó darles jarabe, lo cual no solucionó nada. El problema es que mientras
nosotros intentábamos todo, los otros dos niños estaban más inquietos que nunca.
Llamé a un doctor y me dijo que iría más tarde porque lo
del niño era grave, que mientras tanto le diéramos cierto medicamento al niño.
Por supuesto, el doctor creía que Julio era normal. Jules me dijo que si le
dábamos el medicamento oralmente no surtiría efecto lo suficientemente rápido
porque su temperatura no hacía sino aumentar y aumentar. Tendría pues que
inyectársela. Tomó entonces una jeringa, la lleno de la solución, descubrió el
brazo de su hijo e insertó la aguja. Julio lloró como todos los niños, pero a
diferencia de todos, cuando Jules retiró la aguja, el niño estalló en mil
burbujas.
Eso pasó hace dos semanas, hoy los dos niños que aún
quedaban habían estado jugando en el jardín. Su pelota roja rodó hacía la casa
de los vecinos y ellos buscándola, quedaron atrapados en un arbusto de espinas.
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