jueves, 30 de abril de 2015

En el Día del Niño, un cuento escrito a maquina


Hoy es el Día del Niño aquí en México y a muchos les da por acordarse de cuando aún podían celebrarlo sin verse mal. Yo quiero compartirles, en vez de una foto mía en el kínder, un cuento de un autor que me gustó mucho leer cuando estaba en quinto de primaria. Se trata de Gianni Rodari (1920-1980), un escritor italiano que por escribir libros para niños se ganó un premio, el Nobel de la literatura infantil: el Hans Christian Andersen.
El libro que leí es Cuentos para jugar, un compendio de varios relatos en el que cada uno tiene tres finales distintos y tú podías elegir el que más te gustara. Hoy no traigo un cuento de ese libro, traigo otro llamado "¡Clonc!¡Scrash! Llegan los marcianos" que pertenece a Cuentos escritos a máquina, que por casualidad encontré en un puesto de libros viejos dentro de Ciudad Universitaria.
Hoy me gusta más el humor de Rodari, porque veo que los detalles más bien chuscos de sus cuentos suelen revelar un mensaje más profundo, por lo regular de crítica social, en su relectura. También me gustan los cuentos de Rodari porque se ambientan en uno y mil pueblos de la Italia del siglo pasado ¡Es curioso como uno se asoma a otros mundos por casualidad!
Disfruten el cuento, ya después les traigo otros.

"¡Clonc! ¡Scrash! Llegan los marcianos" de Gianni Rodari


Una buena mañana llegan los marcianos. Primero vuelan sobre Roma con sus platillos de plata, difundiendo, en señal de amistad, una docena de madrigales de Gesualdo de Venosa, entre ellos Caro, amoroso neo y Gelo ha madonna in seño (letra de Torcuato Tasso), alternados con canciones populares y del hampa, como A tocchi a tocchi la campana sona. Cuando piensan que ya se han ganado una festiva acogida, aterrizan en el Circo Máximo, donde hay más sitio que en la Plaza de España y adonde acude en seguida el Subjefe de policía Fiorillo, al mando de siete mil camionetas.
Los platillos son tres. Y tres marcianos sacan la cabeza por las cupulitas. Son de un precioso verde primavera y tienen antenas en la frente, exactamente igual que la gente se los imagina. Pero no es cierto que sean bajitos: al contrario, miden tres metros y medio de alto. Visten túnicas amarillas, adornadas con bordados folklóricos bastante parecidos a los que se usaban en Calabria el siglo pasado. Rarezas del cosmos. Uno de los marcianos, al aparecer, se golpea la cabeza en la tapa da la cúpula. De inmediato sale de su cabeza una nubecita con la inscripción: ¡Clonc!
-Esa debe ser su bandera –comenta el sargento Mentillo.
-¿Y eso otro, qué es? –pregunta bajo sus bigotes el comisario Fiorillo.
En efecto, de la cabeza del marciano ha salido otra nubecita, en la que está escrito: ¡Aag!
-Ah, claro –comenta un chaval que, no se sabe cómo, se ha colado entre las siete mil camionetas.
-Claro, ¿en qué sentido? –se escama Mentillo.
-También el Pato Donald, cuando el tío Gilito le da un papirotazo en la chola dice ¡Aag!
-Ea, vete a la escuela –ordena el señor Fiorillo al chaval.
-No puedo –responde el chaval-. Tengo turno de tarde.
Mientras tanto los tres marcianos, para acentuar la sensación de paz y concordia, se ponen a aplaudir. Y también de sus manos salen nubecitas sumamente elegantes, con letreros, todos en letras de molde: ¡Clap! ¡Clap!
Después uno de los tres, el que se ha dado el cabezazo, hace señas de que quiere hablar. De su antena derecha sale una nubecita en la que los presentes leen, unos de corrido y otros silabeando, las siguientes palabras: “¡Salud! Como veis, somos marcianos, y hemos venido con intenciones cariñosas. Conque presentémonos. Yo soy el comandante AB 17”.
Cuando todos han acabado de leer, la nubecita desaparece. Pero es raro: l voz del marciano no se ha oído.
-Buenos días –responde al fin el comisario-. Yo soy el señor Fiorillo.
Tres nubecitas aparecen sobre las tres cabezas marcianas: “¿Qué ha dicho usted?”
-Que soy el señor Fiorillo, en representación del señor Jefe de Policía.
Los marcianos se consultan rápidamente, mientras en sus nubecitas se lee: Hummm… Hummm…
-Pero, ¿qué hacen? –pregunta el sargento Mentillo.
-¿Es que no lo ve? –replica el chaval-. Están reflexionando. También el Pato Donald…
-Oye… -comienza el señor Fiorillo.
Pero no puede terminar su declaración porque los marcianos están dando golpecitos con las manos en sus platillos para atraer su atención. De los puntos donde las manos han tocado el metal salen numerosas nubecitas, que llevan escrito: ¡Tlank! ¡Tap! ¡Tap! ¡Tump!
“En resumen –dicen ahora las nubecitas de los marcianos- ¿por qué no contestáis? Os creíamos más amables… ¡Glub!”.
-Maldita sea, dice el señor Fiorillo, en representación del Jefe de Policía.
Las nubecitas insisten: “No vemos vuestras nubecitas… ¡Blep!”.
-Están un poco deprimidos –observa el chaval-, pues si no habrían dicho Brrr o ¡Augh!
El señor Fiorillo reflexiona sobre el extraño mensaje:
-¿Nuestras nubecitas? Ya verás cómo…
De repente su inteligencia deductiva, ejercitada en años de investigaciones sobre toda clase de delitos, le hace vislumbrar la verdad: los marcianos hablan en tebeo [Historieta infantil, De TBO, nombre de una revista española fundada en 1917 N. del B.] y entienden sólo los tebeos…
El comisario pide un trozo de papel, recorta una nubecita en la que escribe: “Esperad un momento”. Y se la acerca a la boca. De las astronaves le responde un festivo brotar de nubecitas en las que los agentes de las siete mil camionetas, los cien mil romanos que se han congregado en el paraje y el chaval ya varias veces citado, leen, algunos mentalmente, otros produciendo un difuso retumbar de trueno:
-¡Por fin!
-¡Clapp! ¡Clapp!
-Os habéis decidido a hablar
-¡Ulp!
-Clinc
-¡Yupiii!
De una de las nubecitas sale la cabeza de un perrito marciano, también con sus antenitas, también con su letrero, que ladra de gozo:
-¡Yap! ¡Yap! ¡Yark!
Mientras tanto han llegado los expertos de la policía científica, el ministro de Comunicaciones y el de Transportes, algunos profesores universitarios, una docena de monseñores, ciento veintiocho periodistas, un alcalde, un señor que no es nada pero consigue colarse entre las autoridades porque tiene una perilla muy autorizada. Buscan desesperadamente a alguien que sepa hablar en tebeo, pero no lo encuentran.
-Lástima –dice el profesor De Mauris, catedrático de lingüística y tañedor de instrumentos de percusión-. La lengua de los tebeos yo la leo y la escribo, pero no la hablo. Qué quieren ustedes, en nuestras escuelas, en la hora de lenguas extranjeras, se hacen muchos ejercicios de gramática, pero casi nunca conversación.
-Es cierto, es cierto –aprueban los presentes-. También yo leo inglés, pero no lo hablo…
Yo escribo el cabardino-balcárico, pero no lo leo… Yo tengo buenos conocimientos literarios del swahili, pero no lo entiendo…
Hay que resignarse a comunicar con carteles. Llega un agente, a quien el señor Fiorillo ha mandado a la papelería a  comprar cincuenta kilos de cartulina blanca y diez pares de tijeras. Todos trabajan recortando nubecitas. Un guionista de cine, especialmente bueno para los diálogos, está preparado con el pincel. Así, de golpe y porrazo, acaban enterándose de que se trata de un deplorable equívoco espacial. Los marcianos habían recibido de un agente secreto, enviado a la Tierra en 1939, algunos ejemplares de un tebeo y se habían hecho la idea de que los terrestres hablaban con nubecitas…
-¡Si supierais qué trabajo –cuentan- aprender a hablar así! Y todo para nada. ¡Ufff!
El señor Fiorillo, por medio de un cartel, pregunta si también ellos tienen voz. Por toda respuesta los tres marcianos se ponen a cantar el himno marciano: una cosa del tipo de la polifonía barroca, algo así como el Magnificat de Bach. Los romanos aplauden. Por desgracias se oye el ruido de los aplausos, pero de los miles de manos que golpean una contra otra no sale ni la sombra de una nubecita.
-No lo sabemos hacer… -comenta tristemente el chaval.
De repente se ve al perrito de los marcianos que hace:
-¡Sniff! ¡Sniff!
-Ha olido algo –dice el sargento Mentillo, que en sus ratos perdidos lee comics prohibidos para menores de dieciocho años.
Un perrito terrestre, deslizándose entre millares de zapatos, ha llegado justamente bajo las astronaves y ladra con gran estruendo.
-¡Guau! ¡Guau! –responde la nubecita del perro marciano.
El perrito queda perplejo por un momento, porque no se lo esperaba. Despues, también de su hocico sale como una bocanada de vapor blanco en el que aparecen algunas letras temblonas:
-¡Grrr! ¡Grrr!
-Está furioso –traduce el profesor De Mauris a monseñor Celestini.
-¡Yap ¡Yap! –insiste amistosamente el marciano.
El perrito de por aquí se deja finalmente convencer y responde a tono:
-¡Yap! ¡Yap!
-Yap, yap significa Bau Bau –traduce el profesor De Mauris a los periodistas que toman notas.
-¿En marciano?
-¡No!... En tebeano. En marciano, si mis informaciones son exactas, Bau Bau se dice Krk Krk.
Entre los dos gozques se establece una apretada conversación de nubecitas. El chaval de antes y otros dieciocho mil chavales, que se han colado entre las piernas de las fuerzas del orden, se divierten tanto que estallan en carcajadas. Pero no en italiano, sino también ellos en tebeano. Sobre sus cabezas crepitan alegremente minúsculos cirros, nimbos, cúmulos y estrato-cúmulos, en los que todos (salvo los analfabetos) leen: “¡Yuk! ¡Yuk! ¡Oh! ¡Ja!”.
Una niña emite por error también un par de ¡Ulk!, pero se corrige enseguida, porque ésa es la exclamación típica de quien está a punto de perder el equilibrio y caer en una sima: pero en el Circo Máximo no hay simas.
El señor Fiorillo reflexiona en representación del Jefe de la Policía: “Estos marcianos nos están corrompiendo a los niños…”
Y no se da cuenta de que también de su sombrero está saliendo un nubarrón de temporal, en el cual los presentes, con sumo asombro, leen: ¡Hummm! ¡Hummm!
El sargento Mentillo, entusiasmado con la habilidad de su superior, quisiera gritarle “¡Muy bien!” pero no consigue poner en movimiento sus cuerdas vocales. De la nariz, en cambio, le sale un cirro en forma de cuña, con el letrero: ¡Snap! ¡Snap!
La escasa práctica le ha hecho confundir la expresión “Muy bien” con el típico ruido de una persona que hace restallar los dedos (adviértase, empero, que ¡SNAP! Es también el ruido producido por una cinta metálica que se aplasta, como bien dice Giochino Forte en su diccionario del tebeo). Pero aprenderá, aprenderá. Todos están aprendiendo, sin el menor esfuerzo, a producir formaciones nubosas ilustradas con las letras del alfabeto. El profesor De Mauris es tan experto que cuando se le suelta un botón consigue hacer salir de la chaqueta la adecuada nubecita, que dice, sin equivocarse: Clic.
-Debe ser un caso de sugestión colectiva –observa monseñor Celestini, emitiendo, por razón de su oficio, una nube en forma de aureola.
Un gran silencio ha caído sobre el circo Máximo en los últimos instantes. Todos hablan en tebeo. Incluso los que leen los letreros de los otros no los leen ya en voz alta, sino con otro letrero. Las siete mil camionetas, que de acuerdo con las órdenes recibidas habían mantenido los motores en marcha, dejan salir de los capós y por los escapes blancas nubecitas en las cuales se lee: Rroooarr… Rroooarr… que es, precisamente, y sin que quepa la menor duda, el ruido de un motor encendido de un coche parado. Ya se sabe que si el coche viajase a ciento noventa por hora haría, en cambio: ¡Vrooommm!
-Ahora podemos hablar –tebean los marcianos.
-Decid la verdad –responde con una nubecita el comisario Fiorillo-. Habéis usado algún gas para paralizarnos las cuerdas vocales.
-¡Qué gas ni qué ocho cuartos! –replican, nube a nube, los marcianos-. Teníais el tebeano en la punta de la lengua, esperando para salir.
Así, una nube tras otra, empiezan las negociaciones pacíficas. Los marcianos y las autoridades se trasladan a la Real Academia. Los platillos volantes quedan a cargo de un abrecoches furtivo, oriundo de Castellamare de Stabbia. La muchedumbre se dispersa tebeando y llevando el contagio de casa en casa, hasta el Tiburtino Terzo y Casalotti. Los timbres aprenden rápidamente a hacer ¡Ring!, las locomotoras a toda marcha arrastran un nubarrón volante que dice ¡Fiuuuuuu!, en los bares de vía Veneto el seltz, al salir del sifón, hace su buen ¡Frrr! Y los chavales que ven ante sus narices la consabida sopa emiten, en señal de disgusto, un elocuente ¡Puaff!, sin olvidar los puntos de exclamación. Así se ganan un buen par de bofetadas en tebeo: ¡Chaf! ¡Chaf!
Por supuesto, el gobierno aprovecha inmediatamente para declarar el tebeano “lengua de Estado” y abolir la libertad de palabra. Los pocos que quieren seguir hablando con palabras, en vez de con letreros, deben reunirse por la noche en los sótanos y hablar en voz baja, pues si no los detienen por “escándalo nocturno”.
Parecía muy bonito y cómodo que los huevos, al romperse al bordo de la sartén, produjeran sólo una bolita con Splif o Scrash, según fueran del día o conservados. Pero luego se ha visto que es un rollo.
¿Cuántos son los que insisten en querer hablar haciendo ruido en vez de humo? No se sabe. Pero esperemos que muchos.

Rodari, Gianni, en "¡Clonc! ¡Scrash! Llegan los marcianos" en Cuentos escritos a máquina, traducción de Esther Benítez, ilustraciones de Fuencisla del Amo, Barcelona, Salvat/Alfaguara, 1987, 270 pp., (Biblioteca juvenil), pp. 141-150.



domingo, 12 de abril de 2015

Los hijos de Jules

Un amigo me dijo que debería publicar algún cuento escrito por mi, a decir verdad no he terminado ningún cuento desde la secundaria. Creo que uno se conoce cuando lee sus cuentos de puberto. Bueno, sólo por compartir les dejo este -¡Con un mensaje conservador como el que más! Diréis-. Disfrútenlo :)

Se escucharon golpes en las puertas, una respiración muy agitada. Era Mario, nos miró con los ojos muy abiertos.
 - ¡Jules! ¡Jules! Ven ¡corre! –
 - ¿Qué pasa? – preguntamos.
 - Los niños, estaban jugando en el jardín, de repente su pelota voló hasta el jardín de los vecinos… y ellos corrieron por ella – lo siguiente lo dijo como quien espera un regaño, como quien olvidó algo serio – hacia la parte de los rosales.
 Jules se levantó corriendo y tirando sus cuadernos. Yo lo seguí de inmediato y Mario se quedó petrificado en la puerta hablándole al vacío.
 -Y se quedaron atrapados, entre las espinas…-
 Linda el ama de llaves ya estaba frente a los rosales. - No se muevan niños, su papá ya viene y él sabrá qué hacer–
 Era otoño, así que no había flores, sólo un ovillo de ramas y más ramas secas, todas llenas de anchas espinas. Jules llegó corriendo al jardín, lo primero que dijo fue ¿cómo llegaron tan al fondo? Linda le dirigió una mirada que decía que no tenía idea. Ella y yo cruzamos miradas de lástima.

 -Si esos niños tuvieran madre estarían mejor cuidados – le dije yo a Jules alguna vez, por eso Linda estaba ahí, como una institutriz que cuidaba todo el tiempo a los niños. Aun así nunca estarían del todo protegidos porque nunca tendrían una madre real. Su padre era un científico que nunca se alejaba de los tubos de ensayo y las probetas. De hecho así nacieron esos niños; en tubos de ensayo y probetas. Nadie sabe de dónde sacó Jules el óvulo. Claro que tuvieron muchos problemas, con la ley, con la gente, con otros científicos. Vivieron en paz hasta que emigraron a otro continente. En el acta de nacimiento de los niños decía “Madre; No la hubo.” Esos fueron los problemas chicos, porque además la salud de los niños era muy frágil. Eso lo supimos poco después de que nacieran.
 El día que nacieron (si es que se puede decir así) yo estaba ahí. Eran tres: Claude, Ian y Julio. Su padre los sacó lentamente de los frascos en los que se criaron, les quitó el gel de la piel y más por ceremonia les dio una nalgada. No lloraron, su rostro siguió frío y soñoliento, desde que los cargamos por primera vez había un gesto tristísimo en sus caras.
El día posterior a que nacieran (Jules decía “su primer respiro”) los mirábamos dormir.
 -¿Son autistas? –
 -No–
 -¿Y por qué no lloran? –
 - Por lo miso que jamás reirán, ni bufarán de enojo, ni suspirarán–
 Regresamos al laboratorio y dos horas después escuchamos un golpe seco. Era el pequeño Julio, se cayó de la cuna, al parecer, mientras gateaba. ¡Dos días de edad y ya gateaba! Cayó desde un metro más o menos, desde la cuna que su padre armó hacía años, cuando él y sólo él creían que nada era tan imposible. Blanco de susto el científico recogió a su hijo, entonces el bebé empezó a llorar,  al escucharlo lloraron los otros dos niños y después lloramos todos. ¡Entonces sí tenían emociones! ¡Y eran muy fuertes! Porque a pesar de que cayó desde un metro no le pasó nada.
 Jules no cabía en sí mismo de alegría y no le importó salir del país sin reputación ni amigos o apoyo, con tres hijos que sólo tenían unos días de vida.
 A los cuatro días ya todos gateaban; nadie sospechó que crecerían tan rápido. A las dos semanas ya hablaban, caminaban y corrían, como niños de cinco años.
 Un día el pequeño Julio amaneció muy enfermo; empalideció y su temperatura era de treintaisiete grados. Sin embargo Jules era el menos preocupado; parecía que hasta le daba gusto que sus hijos se pudieran enfermar de algo. Lo que lo que lo hacía pensar era que sus hijos diseñados clínicamente ¿de qué podrían enfermarse? Jules decidió cuidarlos como si todo fuese normal. Me ordenó darles jarabe, lo cual no solucionó nada. El problema es que mientras nosotros intentábamos todo, los otros dos niños estaban más inquietos que nunca.
 Llamé a un doctor y me dijo que iría más tarde porque lo del niño era grave, que mientras tanto le diéramos cierto medicamento al niño. Por supuesto, el doctor creía que Julio era normal. Jules me dijo que si le dábamos el medicamento oralmente no surtiría efecto lo suficientemente rápido porque su temperatura no hacía sino aumentar y aumentar. Tendría pues que inyectársela. Tomó entonces una jeringa, la lleno de la solución, descubrió el brazo de su hijo e insertó la aguja. Julio lloró como todos los niños, pero a diferencia de todos, cuando Jules retiró la aguja, el niño estalló en mil burbujas.

Eso pasó hace dos semanas, hoy los dos niños que aún quedaban habían estado jugando en el jardín. Su pelota roja rodó hacía la casa de los vecinos y ellos buscándola, quedaron atrapados en un arbusto de espinas.

domingo, 5 de abril de 2015

Una magia diferente. "Brujerías" de Terry Pratchett

Brujerías de Terry Pratchett tiene todo el drama y el humor de una buena obra de teatro: Durante una noche tormentosa y terrible, el rey de Lancre es asesinado por el duque, su hombre más cercano. Su fantasma deberá vagar por el castillo hasta cumplir su destino. Antes de que le pase algo, alguien logra rescatar al príncipe, que apenas es un bebé, sacándolo del castillo. El infante acaba en las manos de tres brujas que buscarán la manera de ponerlo a salvo y de cuidarlo cuando crezca y se entere de su pasado...
 La trama se desarrolla en el reino de Lancre, en las faldas de las Montañas del Carnero, un lugar lleno de magia donde viven Tata Ogg -una bruja con una amplia progenie más dispuesta a hacer fiestas que magia-, Yaya Ceravieja -una anciana de carácter imponente- y Magrat Ajostiernos –una joven bruja romántica que se mortifica porque las más ancianas no hacen magia como dice en los libros. En ese ambiente las brujas se enfrentan a un tipo de magia desconcertante y humano: el del teatro.
 En el fragmento que dejo aquí las tres brujas van por primera vez a la carpa de un teatro improvisado, su plan es dejar al bebé con la compañía ambulante que pasa en ese momento por el reino. No sospechan de qué forma aprovechará el príncipe en su nueva vida el don que le dieron para protegerlo: el de ser siempre quien cree ser
 Con la sencillez y el humor que hace tan amena la narrativa del autor británico, se explora un tema de la fantasía contemporánea: el de la magia de las palabras y del discurso. Wyrd sisters es el título original de la novela, publicada en Londres en 1988. En 1999 Plaza & Janés la tradujo al español.

Fragmento de "Brujerías" de Terry Pratchett

Magrat estaba en éxtasis, como de costumbre. El teatro no consistía más que en algunos metros cuadrados de tela pintada, y unos tablones cobre cuatro barriles, acompañados por media docena de bancos en la plaza del pueblo. Pero al mismo tiempohabía logrado convertirse en El Castillo, en Otra Parte Del Castillo, en La Misma Parte Un Poco Más Tarde, El Campo de Batalla, y ahora era Un Camino En Las Afueras De La Ciudad. La tarde habría sido perfecta de no ser por Yaya Ceravieja.
 Tras varias miradas penetrantes hacia la orquesta de tres hombres para intentar averiguar cuál de los instrumentos era el teatro, la anciana bruja se decidió a prestar atención al escenario, y Magrat empezaba a darse cuenta de que Yaya aún no había aprehendido algunos aspectos fundamentales de la dramaturgia.
En aquel momento, estaba rabiosa, agitándose en su taburete.
 -¡Lo ha matado! –siseó-. ¿Por qué no hacen algo? ¡Lo ha matado! ¡Y aquí mismo, delante de todo el mundo!
 Magrat sujetó desesperadamente a su colega por el brazo. Yaya intentaba ponerse de pie.
 -No pasa nada –susurró-. ¡No está muerto!
 -¿Intentas decir que miento, niña? –rugió Yaya-. ¡Lo he visto todo!
 -Mira, Yaya, no es de verdad, ¿entiendes?
 Yaya Ceravieja cedió un poco, pero aún seguía gruñendo entre dientes. Empezaba a tener la sensación de que querían dejarla en ridículo.
 En el escenario, un hombre ataviado con una sábana estaba embarcado en un inspirado monólogo. Yaya escuchó atentamente unos minutos, y luego dio un codazo a Magrat entre las costillas.
 -¿Qué le pasa a este ahora? –preguntó, imperiosa.
 -Está diciendo cuánto siente que el otro hombre haya muerto –respondió Magrat-. ¿Has visto cuántas coronas? –añadió rápidamente, tratando de cambiar de tema.
 Pero Yaya no tenía la intención de dejarse distraer.
 -Entonces, ¿por qué lo ha matado?
 -Bueno, es un poco complicado… -respondió Magrat débilmente.
 -¡Una vergüenza, eso es lo que es! –estalló Yaya-. ¡Y el pobre muerto, ahí tirado!
 Magrat dirigió una mirada suplicante a Tata Ogg, que masticaba una manzana mientras estudiaba el escenario con mirada de investigador científico.
 -Creo –dijo lentamente-, creo que están fingiendo. Mira, aún respira.
 El resto del público, que a aquellas alturas ya había decidido que la conversación era parte de la obra, contempló el cadáver como un solo hombre. Éste se sonrojó.
 -Y además, mira qué botas –insistió Tata con tono crítico-. Un rey de verdad jamás llevaría botas como ésas.
 El cadáver trató de ocultar los pies tras un arbusto de cartón.
 Yaya tuvo la sensación de que, de alguna manera misteriosa, había conseguido una pequeña victoria sobre los representantes de falsedades y artificios. Cogió una manzana de la bolsa y contempló el escenario con renovado interés. Los nervios de Magrat empezaron a calmarse, y se dispuso a disfrutar de la obra. Pero resultó que la tregua era sólo temporal. Su voluntaria eliminación de la incredulidad se vio interrumpida de nuevo.
 -¿Qué pasa ahora?
 Magrat suspiró.
 -Bueno –se atrevió a explicar-, él cree que es el príncipe, pero en realidad es la otra hija del rey, disfrazada de hombre.
 Yaya sometió al actor a una larga mirada analítica.
 -Es un hombre –dijo-. Con una peluca de paja. Y poniendo voz chillona.
 Magrat se estremeció. Sabía muy poco sobre las convenciones del teatro. Había estado temiendo aquello. Yaya Ceravieja tenía sus Puntos de Vista.
 -Sí, sí –suspiró-. Pero esto es el Teatro. Los papeles de las mujeres los representan los hombres.
 -¿Por qué?
 -No se permite que las mujeres suban al escenario –dijo Magrat en un hilo de voz.
 Cerró los ojos.
 Pero no hubo ninguna explosión en el asiento que tenía a su izquierda. Se arriesgó a lanzar una mirada rápida.
 Yaya seguía masticando en silencio el mismo bocado de manzana, una y otra vez, sin que sus ojos se apartaran ni un instante del escenario.
 -No la armes, Esme –dijo Tata, que también conocía los Puntos de Vista de Yaya-. Este trozo es bueno. Me parece que le empiezo a coger el tranquillo.
 Alguien dio una palmadita a Yaya en el hombro.
 -Señora, ¿tendría la amabilidad de quitarse el sombrero?
 Yaya se volvió muy despacio en el taburete, como impulsada por algún motor oculto, y sometió al hombre a una mirada azul diamante de cien kilovatios de potencia. El espectador retrocedió, sintiendo la repentina necesidad de que la tierra se abriera bajo sus pies.
-No –dijo Yaya. 
El hombre consideró sus opciones.
 -Muy bien –respondió.
 Yaya se dio media vuelta e hizo un gesto a los actores, que se habían interrumpido para observarla.
 -No sé qué miráis –gruñó-. Venga, seguid.
 Tata Ogg le pasó otra bolsa.
 -Tómate un bizcocho –sugirió.
 El silencio volvió a invadir el teatro provisional, roto sólo por las voces titubeantes de los actores, que seguían mirando de soslayo la figura imponente de Yaya, y el sonido de una dentadura sana al masticar un bizcocho algo duro.
 Entonces, Yaya exclamó con una voz retumbante que hizo que aun actor se le cayera la espada de madera:
 -¡Ahí hay un hombre que les susurra algo!
 -Es el apuntador –le explicó Magrat-. Les cuenta lo que tienen que decir.
 -¿No lo saben?
 -Creo que se les está olvidando –replicó la joven con amargura-. ¿Por qué será?
 Yaya dio un codazo a Tata Ogg.
  -¿Qué pasa ahora? ¿Por qué están los reyes y todo el mundo ahí arriba?
 -Es un banquete, ¿sabes? –Respondió con autoridad Tata Ogg-. En honor del rey muerto, el de las botas, aunque estaba disimulando porque, si te fijas bien, ahora se hace pasar por soldado. Todo el mundo hace discursos diciendo lo bueno que era y cuánto les gustaría saber quién lo mató.
 -¿Sí? –dijo Yaya, sombría.
 Paseó la vista por los actores, buscando al asesino.
 Estaba tomando una decisión.
 Entonces, se levantó.
 El chal negro ondeaba alrededor como las alas de un ángel vengador, que acudía para liberar al mundo de toda su estupidez, falsedad y artificio. Parecía mucho más corpulenta delo normal. Señaló al culpable con un gesto furioso.
 -¡Fue él! –gritó, triunfal-. ¡Todos lo hemos visto! ¡Lo mató con una daga!

Pratchett, Terry, Brujerías, traducción de Cristina Macía, Barcelona, Plaza & Janés, 1999, 324 pp, (Biblioteca de Terry Pratchett), 38-42 pp.