miércoles, 26 de junio de 2013

Cuatro niños por minuto; la Tierra súper poblada

Imagina que subes a un camión o algún  transporte colectivo al mediodía; la hora en la que el sol quema más. Te transportas por una de las avenidas con más tráfico y te bajas en alguna de las calles del centro. No importa si caminas por una banqueta ancha o estrecha, a esa hora siempre está llena de gente caminando con rapidez de lo más variable. Si no te imaginas a ti mismo sino conduciendo un coche la perspectiva es la misma; el tránsito vehicular te lentifica.
 
         Después, te estancas en el embotellamiento diario que se produce cerca de la zona escolar  y ves a la marejada de niños que sale de cada una de las innumerables primarias. Quién sabe cuántas hay exactamente. Luego te das cuenta que todos ellos, dentro de no mucho tiempo, estarán en las calles caminando o en sus vehículos, ralentizando o agilizando a la ciudad y que tras ellos viene una generación aún más grande que pronto también estará en las calles y qué después….

          En fin, concluido el tedioso paseo te dices que realmente somos muchos y que cada vez somos más; recuerdas cuando la ciudad no era tan grande y te preguntas cuánta gente más habrá de venir hasta que no haya el suficiente espacio para contenerlos en tu ciudad, en México o en donde sea que vivas. Porque es fácil ver que el espacio habitable se vuelve cada vez menor y que cada vez tenemos que invertir más trabajo en modificarlo para que vivan esas personas.

         Esto sucede en todo el mundo, (a excepción, como dicen las estadísticas, de Europa) la población y su densidad crecen a un ritmo acelerado, constante sí, pero notablemente más rápido que en el resto de nuestra historia. Por decir algo concreto, mientras lees esto el mundo gana cuatro habitantes por segundo. En este dato ya se ha restado el número de personas que muere cada segundo del de las personas que nacen y por supuesto el balance es positivo. Cuatro personas que consumirán los recursos que necesiten y que les permita consumir su entorno, pero que también ayudaran a agotar ese otro recurso invaluable; el espacio.
 
           Así, con un  contador de población que no deja de crecer, cualquier cuento de ciencia ficción que hable de la sobrepoblación del mundo parece ser realista. En estos cuentos se hace la pregunta terrible que a veces da miedo formular ¿qué haremos si se nos acaba el espacio? ¿Dónde viviremos y cómo? Puede ser que el mundo se convierta en un solo e inmenso suburbio, gobernado por una administración que discuta el tamaño de la dosis de comida para cada ciudadano y también el área máxima que pueda habitar.  Puede que un hombre soltero sólo tenga derecho a unos 4 m cuadrados para vivir y que ese espacio se reduzca o aumente cada año según la bonanza de los tiempos.

       Para ilustrar esa posible pesadilla comparto esta vez el cuento Bilenio del escritor británico James Graham Ballard, que se ambienta en un tiempo donde es habitual que permanezcas hasta tres días en la entrada de un estadio intentando salir sin poder sentarte ni respirar. Pero aunque podamos situar esta pesadilla dentro de un par de siglos, seiscientos años o un milenio ¿qué es lo que realmente prevén los organismos expertos al respecto?
 
         En el caso de México, por ejemplo, el Instiruto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) y el CONAPO presentan en sus proyecciones de población que nuestra población aumentará netamente un millón y medio de personas por año y que este ritmo se mantendrá hasta el año 2050 cuando terminará nuestra transición demográfica. De la misma forma, según la UE, la población mundial aumentará de aquí a 2300 y se estabilizará en la cifra de 9,000 millones de habitantes dado que en esa época acabará en el resto del mundo este mismo proceso. El dato parece esperanzador pero hay que aclarar qué es la transición demográfica. Para entenderla mejor, primero hay que explicar la causa del fenómeno:
 
         Como se sabe, la población mundial se mantenía en un valor promedio de cientos de miles o unos cuantos millones a lo largo de la historia hasta que en el siglo XIX algo preparó el salto hasta los miles de millones actuales.Viéndolo a fondo, la regularidad de la población mundial se debía a que, como en la América Latina de hace un par de décadas, las familias de todo el mundo tenían un promedio de seis hijos por pareja, sin embargo la mortalidad infantil también mantuvo un promedio de cuatro niños por cada seis, de esta forma, dado que sólo dos niños de cada familia llegaban a ser adultos, esos mismos “sustituían” a sus padres en la gráfica y por tanto la población no crecía.
 
           Esto cambió por un fenómeno bien conocido; a partir del siglo XIX las condiciones higiénicas y nutricionales de la gente comenzaron a mejorar realmente y esto implicó que la mortalidad infantil descendiera. Del promedio de seis niños por pareja en todo el mundo ahora llegaban a la adultez cuatro, es decir, el doble de los siglos anteriores. De ahí se produjo la explosión demográfica.

       La primera región de la tierra en observar este fenómeno fue Europa de manera que ahí la gente comenzó a considerar innecesario tener tal cantidad de hijos y por tanto empezaron primero a reducir el tamaño de su prole. Para no entrar en más detalles, esto produce gradualmente que aunque las condiciones de vida sigan mejorando, el número de hijos por pareja se estabilice más o menos en dos por pareja y la población vuelva a ese estado en el que ni crece ni disminuye; sólo se avejenta.
 
        Así pues, ese período comprendido entre la repentina explosión demográfica debida al incremento de la salud pública y la reducción a dos hijos o menos por familia que produce la estabilidad de población es lo que se conoce como “transición demográfica”. En casi todas las regiones del mundo ésta ya ha entrado en su última etapa, de modo que la estadística dice que será África la última en terminarla y que eso sucederá en 2300.
         
          Parece que después de eso hay tres futuros posibles; que la población humana se mantenga en 9,000 millones durante años y años; la segunda es que al llegar a 2300 empiece a disminuir y que la humanidad acabe por inanición o la más terrible de todas pero al parecer la más improbable; que el número de hijos no disminuya y que por tanto la población continúe con su ritmo inconmensurable.   Sea como sea, si es verdad que seremos tal cantidad de personas en 2300, considerando que la tierra habitable es de un área de 100 millones de Km cuadrados entonces la densidad poblacional sería de 81 personas por kilómetro cuadrado, esto claro, si estuviéramos distribuidos uniformemente, lo cual es equivalente a la densidad de Egipto o Bosnia en 2011

          Pero ¿qué piensas tú que pueda pasar? Te dejo imaginarlo y para ello te dejo el cuento Bilenio de J.G. Ballard.

"Bilenio" de James Graham Ballard

Durante todo el día, y a menudo en las primeras horas de la mañana, se oía el ruido de los pasos que subían y bajaban por la escalera. El cubículo de Ward había sido instalado en un cuarto estrecho, en la curva de la escalera entre el cuarto pisoy el quinto, y las paredes de madera terciada se doblaban y crujían con cada paso como las vigas de un ruidoso molino de viento. En los tres últimos pisos de la vieja casa de vecindad vivían más de cien personas, y a veces Ward se quedaba despierto hasta las dos o tres de la mañana, tendido de espaldas en el catre, contando mecánicamente el número de inquilinos que regresaban del estadio cinematográfico nocturno a tres cuadras de distancia. A través de la ventana alcanzaba a oír unos largos fragmentos del diálogo que resonaban sobre los techos. El estadio no estaba nunca vacío. Durante el día la grúa alzaba el vasto cubo de la pantalla, despejando el terreno donde se sucederían luego los partidos de fútbol y las competencias deportivas. Para la gente que vivía alrededor del estadio el estruendo debía de ser insoportable.

     Ward, por lo menos, disfrutaba la cierta intimidad. Hacía dos meses, antes de venir a vivir a la escalera, había compartido un cuarto con otros siete en un piso bajo de la calle 755, y la marea incesante que pasaba junto a la ventana le había dejado un agotamiento crónico. La calle siempre colmada de gente: un clamor interminable de voces y de pies que se arrastraban. Cuando Ward despertaba a las seis y media, y corría a ocupar su sitio en la cola del baño, las multitudes ya cubrían la calle de acera a acera, y los trenes elevadas que pasaban sobre las tiendas de enfrente puntuaban el estrépito cada medio minuto. Tan pronto como Ward vio el anuncio que describía el cubículo decidió mudarse, a pesar de lo elevado del alquiler. (Como todos, se pasaba la mayor parte del tiempo libre examinando los avisos clasificados en los periódicos, cambiando de vivienda por lo menos una vez cada dos meses.) Un cubículo en una escalera sería con certeza algo privado.
     Sin embargo, el cubículo tenía también sus inconveniencias. La mayoría de las noches los compañeros de la biblioteca iban a visitar a Ward, necesitando descansar los codos luego de los apretujones de la sala de lectura. El piso del cubículo tenía una superficie de poco más de cuatro metros cuadrados y medio, medio metro cuadrado más del máximo establecido para una persona; los carpinteros habían aprovechado, ilegalmente, el hueco dejado por el tubo de una chimenea empotrada.
     
     Esto había permitido poner una sillita de respaldo recto entre la cama y la puerta, de modo que no era necesario que se sentara más de una persona por vez en la cama. En la mayor parte de los cubículos simples el anfitrión y el huésped tenían que sentarse en la cama el uno al lado del otro, conversando por encima del hombro y cambiando de lugar de cuando en cuando para evitar que se les endureciera el cuello.
    
    -Has tenido suerte en encontrar este sitio –no se cansaba de decir Rossiter, el más asiduo de los visitantes. Se reclinó en la cama señalando el cubículo-. Es enorme, una perspectiva que da vértigos. No me sorprendería que tuvieras aquí cinco metros por lo menos, quizá seis.
Ward meneó categóricamente la cabeza. Rossiter era su amigo más íntimo, pero la búsqueda de espacio vital había desarrollado reflejos poderosos.

-Sólo cuatro y medio. Lo he medido cuidadosamente. No hay ninguna duda.

Rossiter alzó una ceja.

-Me asombras. Tiene que ser el cielo raso entonces.

     El manejo de los cielos rasos era un recurso favorito de los propietarios inescrupulosos. El alquiler se establecía a menudo por el área del cielo raso, e inclinando un poco hacia fuera las particiones de madera terciada se incrementaba la superficie del cubículo, para beneficio de un presunto inquilino (muchos matrimonios se decidían por este motivo a alquilar un cubículo simple), o se la reducía temporariamente cuando llegaba un inspector de casas. Unas marcas de lápiz limitaban en los cielos rasos las posibles reclamaciones de los inquilinos vecinos. Si alguien no defendía firmemente sus derechos corría el peligro de perder la vida literalmente exprimido. En realidad los avisos “clientela tranquila” eran comúnmente una invitación a actos de piratería semejantes.

-La pared se inclina un poco- admitió Ward-. Unos cuatro grados… Lo comprobé con una plomada. Pero aún queda sitio en las escaleras para que pase la gente

Rossiter sonrió torciendo la boca.

—Por supuesto, John. Qué quieres, te tengo envidia. Mi cuarto me está volviendo loco.

     Como todos Rossiter empleaba la palabra "cuarto" para describir los cubículos minúsculos, un doloroso recuerdo de los días de cincuenta años atrás cuando la gente vivía de veras en un cuarto, a veces, increíblemente, en una casa. Los microfilms de los catálogos de arquitectura mostraban escenas de museos, salas de concierto y otros edificios públicos, aparentemente muy comunes entonces, a menudo vacíos, donde dos o tres personas iban de un lado a otro por pasillos y escaleras enormes. El tránsito se movía libremente a lo largo del centro de las calles, y en los barrios más tranquilos era posible encontrar cincuenta metros o más de aceras desiertas.

     Ahora, por supuesto, los edificios más viejos habían sido demolidos, y reemplazados por edificios de habitaciones. La vasta sala de banquetes de la Municipalidad había sido dividida horizontalmente en cuatro cubiertas de centenares de cubículos.

     En cuanto a las calles, no había tránsito de vehículos desde hacía tiempo. Excepto unas pocas horas antes del alba cuando la gente se apretaba sólo en las aceras, las calles estaban continuamente ocupadas por una multitud que se arrastraba lentamente y no podía tener en cuenta los innumerables avisos de "conserve la izquierda" suspendidos en el aire, mientras se abría paso a empujones hacia las casas o las oficinas, vistiendo ropas polvorientas y deformes. Muy a menudo ocurrían "embotellamientos", cuando el gentío se encontraba en una bocacalle, y a veces esto duraba varios días. Dos años antes Ward había quedado aprisionado en las afueras del estadio, y durante cuatro días no pudo desprenderse de una jalea gigantesca de veinte mil personas, alimentada por las gentes que dejaban el estadio desde un lado y las que se acercaban del otro. 

     Todo un kilómetro cuadrado del barrio había quedado paralizado, y Ward recordaba aún vívidamente aquella pesadilla: cómo había tenido que esforzarse por mantener el equilibrio mientras la jalea se movía y empujaba. Cuando al fin la policía cerró el estadio y dispersó a la multitud, Ward se arrastró a su cubículo y durmió una semana, el cuerpo cubierto de moretones.

-Oí decir que redujeron los espacios disponibles a tres metros y medio —señaló Rossiter.

     Ward esperó a que unos inquilinos del sexto piso bajaran la escalera, sosteniendo la puerta para que no se saliera de quicio.

—Eso dicen siempre—comentó—. Recuerdo haber oído ese rumor hace diez años.

—No es un rumor —admitió Rossiter—. Pronto será inevitable. Treinta millones apretujados en esta ciudad, y un millón más cada año. Ha habido serias discusiones en el Departamento de Vivienda.
Ward sacudió la cabeza.

—Una resolución drástica de ese tipo es casi imposible. Habría que desmantelar todos los cuartos y clavar de nuevo los tabiques. Sólo las dificultades administrativas son inimaginables. Nuevos diseños y certificados para millones de cubículos, otorgamiento de nuevas licencias, y la redistribución de todos los inquilinos. Desde la última resolución la mayor parte de los edificios fueron diseñados de acuerdo con un módulo de cuatro metros. No puedes quitarle así como así medio metro a cada cubículo y establecer de ese modo que hay tantos nuevos cubículos. Habría algunos de no más de una pulgada de ancho.—Ward se rió.—Además, ¿quién puede vivir en tres metros y medio?

Rossiter sonrió.

—¿Te parece un buen argumento? Hace veinticinco años, en la última resolución, dijeron lo mismo, cuando bajaron el mínimo de cinco a cuatro. No es posible, dijeron todos, nadie aguantaría vivir en cuatro metros. Cabría una cama y un armario pero no habría sitio para abrir la puerta. —Rossiter cloqueó.— Se equivocaban. Bastó decidir que desde entonces todas las puertas se abrirían hacia afuera. Y así nos quedamos con cuatro metros.

Ward miró el reloj pulsera. Eran las siete y media.

—Hora de comer. Veamos si podemos llegar al bar de enfrente.

     Gruñendo ante la perspectiva, Rossiter se levantó de la cama. Salieron del cubículo y bajaron por la escalera. Las pilas de valijas, baúles y cajones dejaban apenas espacio libre junto al pasamano, pero algo más que en los pisos bajos. Los corredores, bastante anchos, habían sido divididos en cubículos simples.          Había olor a cerrado, y en las paredes de cartón colgaban ropas húmedas y despensas improvisadas. En cada una de las cinco habitaciones de cada piso había doce inquilinos y las voces reverberaban atravesando los tabiques.

      La gente estaba sentada en los escalones del segundo piso, utilizando la escalera como vestíbulo informal, aunque esto estaba prohibido en las normas contra incendios, y las mujeres charlaban con los hombres que esperaban turno frente a los baños, mientras los niños se movían alrededor. Cuando llegaron a la planta baja, Ward y Rossiter tuvieron que abrirse paso entre los inquilinos que se apretaban en los últimos escalones, alrededor de los tableros de noticias, o que venían empujando desde la calle.

     Tomando aliento, Ward señaló el bar del otro lado de la calle. Estaba sólo a treinta metros, pero la multitud fluía calle abajo como un río crecido, de derecha a izquierda. La primera función en el estadio comenzaba a las nueve, y la gente ya se había puesto en camino para no quedarse afuera.

—¿No podemos ir a otra parte?—preguntó Rossiter, torciendo la cara. No sólo encontrarían colmado el bar, de modo que pasaría media hora antes que los atendieran, sino que la comida era además insulsa y poco apetecible. El viaje de cuatro cuadras desde la biblioteca le había abierto el apetito.

Ward se encogió de hombros.

—Hay un sitio en la esquina, pero me parece difícil que podamos llegar.

 El bar estaba a doscientos metros calle arriba, y tendrían que luchar todo el tiempo contra la corriente.

—Quizá tengas razón. —Rossiter apoyó la mano en el hombro de Ward.— Sabes, John, lo que ocurre contigo es que no vas a ninguna parte, no pones interés en nada, y no ves qué mal andan las cosas.

     Ward asintió. Rossiter tenía razón. A la mañana, cuando salía para la biblioteca, el tránsito de peatones se movía junto con él hacia el barrio de oficinas; a la noche, de vuelta, fluía en la otra dirección. En general no dejaba esta rutina. Criado desde los diez años en una residencia municipal de pupilos había ido perdiendo contacto con sus padres, poco a poco. Vivían en el extremo este de la ciudad y no podían ir a visitarlo, o no tenían ganas. Habiéndose entregado voluntariamente a la dinámica de la ciudad, Ward se resistía a rebelarse en nombre de una mejor taza de café. Por fortuna, el trabajo en la biblioteca lo ponía en contacto con mucha gente joven de intereses afines. Tarde o temprano se casaría, encontraría un cubículo doble cerca de la biblioteca, e iniciaría otra vida. Si tenían bastantes hijos (tres era el mínimo requerido) hasta podrían vivir un día en un cuarto propio.
     Ward y Rossiter entraron en la corriente de peatones, se dejaron llevar unos veinte o treinta metros, y luego apresuraron el paso y fueron avanzando de costado a través de la multitud, hasta llegar al otro lado de la calle. Allí, al amparo de los frentes de las tiendas, volvieron hacia el bar, cruzados de brazos para defenderse de las innumerables colisiones.

—¿Cuáles son las últimas cifras de población?—preguntó Ward mientras bordeaban un kiosco de cigarrillos, dando un paso adelante cada vez que descubrían un hueco.

Rossiter sonrió.

—Lo siento, John. Me gustaría decírtelo, pero podrías desencadenar una estampida. Además, no me creerías.

    Rossiter trabajaba en el departamento municipal de seguros, y tenía fácil acceso a las estadísticas del censo. Durante los últimos diez años estas estadísticas habían sido clasificadas como secretas, en parte porque se consideraban inexactas, pero sobre todo porque se temía que provocaran un ataque masivo de claustrofobia. Ya habían sobrevenido algunas crisis de pánico, y la política oficial era ahora declarar que la población mundial había llegado a un nivel estable de veinte mil millones. Nadie lo creía, y Ward pensaba que el crecimiento anual del tres por ciento seguía manteniéndose desde 1960.

     Durante cuánto tiempo se mantendría así era imposible decirlo. A pesar de las sombrías profecías de los neomaltusianos, la agricultura había crecido adecuadamente junto con la población mundial, aunque los cultivos intensivos habían obligado a que el noventa y cinco por ciento de la población viviera permanentemente encerrada en vastas zonas urbanas. El área de las ciudades había sido limitada al fin, pues la agricultura había reclamado las superficies suburbanas de todo el mundo, y el exceso de habitantes había sido confinado en los ghettos urbanos. El campo como tal ya no existía. En cada metro cuadrado de tierra crecía algún tipo de planta comestible. Los prados y praderas del mundo eran ahora terrenos industriales tan mecanizados y cerrados al público como cualquier área de fábricas. Las rivalidades económicas e ideológicas se habían desvanecido ante el problema fundamental: la colonización interna de la ciudad.

     Ward y Rossiter llegaron al bar y entraron a empellones uniéndose al montón de clientes que se apretaba en seis filas contra el mostrador.

—Lo malo con este problema de la población—le confió Ward a Rossiter— es que nadie ha tratado nunca de enfrentarlo de veras. Hace cincuenta años un nacionalismo miope y la expansión industrial alentaron el crecimiento de la población, y aun ahora el incentivo oculto es tener una familia numerosa para ganar así una cierta intimidad. La gente soltera es la más castigada, pues no sólo es la más numerosa sino que además no se la puede meter adecuadamente en cubículos dobles o triples. Pero el villano de la historia es la familia numerosa, que necesita el auxilio de una logística de ahorro de espacio.

Rossiter asintió, acercándose al mostrador, preparado para gritar su pedido.

—Demasiado cierto. Todos deseamos casarnos para conseguir los seis metros propios.
Dos muchachas se volvieron y sonrieron.

—Seis metros cuadrados —dijo una de ellas, una muchacha morena, de bonito rostro oval—. Me parece que es usted la clase de joven que necesito conocer. ¿Decidido a entrar en el negocio inmobiliario, Peter?

Rossiter sonrió con una mueca y le apretó el brazo.

—Hola, Judith. Estoy pensándolo de veras. ¿Me acompañas en esta empresa privada?

La muchacha se apoyó contra Rossiter mientras llegaban al mostrador.

—Bueno, me agradaría. Necesitaríamos un contrato legal, sin embargo.

La otra muchacha, Helen Waring, una ayudanta de la biblioteca, tiró de la manga de Ward.

—¿Oíste la última noticia, John? A Judith y a mí nos echaron del cuarto. Estamos literalmente en la calle.

—¿Qué?—gritó Rossiter. Juntaron las sopas y los cafés y fueron al fondo del bar—. ¿Qué diablos ha pasado?

Helen explicó:

—¿Recuerdas el armarito de las escobas frente a nuestro cuarto? Judith y yo estábamos utilizándolo como una especie de refugio, y nos metíamos allí a leer. Es tranquilo y cómodo, si te acostumbras a no respirar. Bueno, la vieja nos descubrió y armó un alboroto, diciendo que quebrantábamos la ley y cosas parecidas. —Helen hizo una pausa.— Luego supimos que alquilará el armario como cuarto para uno.

Rossiter golpeó el borde del mostrador.

—¿Un armario de escobas? ¿Alguien va a vivir ahí? Pero a la vieja no le darán un permiso.
Judith meneó la cabeza.

—Ya se lo dieron. Tiene un hermano que trabaja en el Departamento de Vivienda.

Ward rió inclinado sobre la sopa.

—¿Pero cómo podrá alquilarlo? Nadie querrá vivir en un armario de escobas.
Judith lo miró sombríamente.

—¿Lo crees de veras, John?

Ward dejó caer la cuchara.

—No, supongo que tienes razón. La gente vivirá en cualquier sitio. Cielos, no sé quién me da más lástima. Vosotras dos, o el pobre diablo que vivirá en ese armario. ¿Qué vais a hacer?

—Una pareja a dos manzanas de aquí nos subalquilan un cubículo. Han colgado una sábana en el medio y Helen y yo dormimos por turno en un catre de campaña. No es broma; nuestro cuarto tiene sesenta centímetros de ancho.

— Le dije a Helen que podríamos subdividirlo también en dos y subalquilarlo al doble de lo que nos cuesta.
Todos rieron de buena gana, y Ward se despidió y volvió a su casa. Allí se encontró con problemas parecidos.


El administrador se apoyó en la puerta endeble, moviendo en la boca una colilla húmeda de cigarro, y mirando a Ward con una expresión de fatigado aburrimiento.

—Usted tiene cuatro metros setenta y dos —dijo cerrándole el paso a Ward que estaba de pie en la escalera. Dos mujeres de bata discutían tironeando furiosamente de la pared de baúles y valijas. De cuando en cuando el administrador las miraba enojado—. Cuatro setenta y dos. Lo medi dos veces.

Lo dijo como si esto eliminara toda posibilidad de discusión.

—¿Techo o piso? —preguntó Ward.
—Techo, por supuesto. ¿Cómo podría medir el piso con todos estos trastos?

El administrador pateó la caja de libros que asomaba debajo de la cama.

Ward se hizo el distraído.

—La pared está bastante inclinada —dijo—. Tres o cuatro grados por lo menos.

El administrador asintió vagamente.

—Ha superado usted el límite de los cuatro. Es indiscutible. —Se volvió hacia Ward que había descendido varios escalones para dar paso a una pareja.— Yo podría alquilarlo como doble.

—¿Qué? ¿Un cuarto de cuatro y medio?—dijo Ward, incrédulo—. ¿Cómo?

     El hombre que acababa de pasar junto a Ward miró por encima del hombro del administrador y vio todos los detalles del cuarto en una ojeada de un segundo.

-¿Alquila aquí un doble, Louie?

El administrador lo apartó con un ademán, hizo entrar a Ward en el cuarto y cerró la puerta.

—Equivale nominalmente a uno de cinco —le dijo a Ward—. Nuevas normas, acaban de salir. Más de cuatro y medio es ahora un doble. —Miró astutamente a Ward.— Bueno, ¿qué quiere? Un buen cuarto, hay espacio de sobra, casi podría ser un triple. Tiene acceso a la escalera, ranura—ventana...—El administrador se interrumpió. Ward se había dejado caer en la cama y se había echado a reír.— ¿Qué pasa? Mire, si quiere un cuarto grande como este tiene que pagarlo. Me da medio alquiler más o se larga de aquí.

Ward se secó los ojos, luego se incorporó cansadamente y llevó las manos a los estantes.

—Tranquilícese, ya me marcho. Me voy a vivir a un armario de escobas. "Acceso a la escalera", verdaderamente un lujo. Dígame, Louie, ¿hay vida en Urano?


Por un tiempo, él y Rossiter decidieron alquilar juntos un cubículo doble en una casa semiabandonada a cien metros de la biblioteca. El barrio era sucio y descolorido, y las casas de vecindad estaban atestadas de inquilinos. La mayoría de esas casas pertenecían a personas que estaban ausentes o a la corporación municipal, y empleaban a administradores de la peor calaña, simples cobradores que no se preocupaban en lo más mínimo por la forma en que los inquilinos dividían el espacio vital, y nunca se arriesgaban más allá de los primeros pisos. Había botellas y latas vacías esparcidas por los pasillos, y los retretes
parecían sumideros. Muchos de los inquilinos eran viejos achacosos, sentados con indiferencia en los estrechos cubículos, espalda contra espalda a los lados de los delgados tabiques, consolándose mutuamente.
El cubículo doble de Ward y Rossiter estaba en el tercer piso, al final de un pasillo que rodeaba la casa. La arquitectura era imposible de seguir; por todas partes asomaban habitaciones, y afortunadamente el pasillo terminaba en el cubículo doble. Los montones de cajas llegaban a un metro de la pared y un tabique dividía el cubículo, dejando el espacio justo para dos camas. Una ventana alta daba al pozo de aire entre ese edificio y el siguiente.
    Tendido en la cama, debajo del estante donde tenían las pertenencias de los dos, Ward observaba pensativo el techo de la biblioteca entre la bruma del atardecer.

—No se está mal aquí—dijo Rossiter, vaciando la valija—. Sé que no hay una verdadera intimidad y que nos enloqueceremos mutuamente dentro de una semana, pero por lo menos no tenemos a seis personas respirándonos en las orejas a cincuenta centímetros de distancia.

     El cubículo más cercano, uno individual, había sido construido con cajas a lo largo del corredor, a media docena de pasos, pero el ocupante, un hombre de setenta años, estaba postrado en cama y era sordo.

—No se está mal —remedó Ward de mala gana—. Ahora dime cuál es el último índice de crecimiento demográfico. Quizá me consuele.

Rossiter hizo una pausa, bajando la voz.

—El cuatro por ciento. Ochocientos millones de personas por año, poco menos que la población total de la tierra en 1950.

Ward silbó lentamente.

—Entonces harán un reajuste. ¿Cuánto? ¿Tres y medio?

—Tres. Desde los primeros días del año próximo.

—¡Tres metros cuadrados! —Ward se incorporó y miró alrededor.— ¡Es increíble! El mundo está enloqueciendo, Rossiter.—Dios mío, ¿cuándo pararán? ¿Te das cuenta que dentro de poco no habrá sitio para sentarse, y mucho menos para acostarse?

Exacerbado, golpeó la pared junto a él; al segundo golpe desprendió un pequeño tablero empapelado.

—¡Eh!—gritó Rossiter—. Estás destrozando el cuarto.

Se lanzó por encima de la cama para volver a poner en su sitio el tablero que colgaba ahora de una tira de papel. Ward deslizó la mano en el hueco negro, y cuidadosamente tiró del tablero hacia la cama.

—¿Quién vivirá del otro lado?—susurró Rossiter—. ¿Habrán oído?

Ward atisbó por el hueco, examinando la penumbra. De pronto soltó el tablero, tomó a Rossiter por el hombro y tiró de él hacia la cama.

—¡Henry! ¡Mira!

     Rossiter se sacó la mano de Ward de encima y acercó la cara a la abertura; enfocó lentamente la mirada y luego ahogó una exclamación.

     Directamente delante de ellos, apenas iluminado por un tragaluz sucio, se abría un cuarto mediano, tal vez de una superficie de cuatro metros y medio, donde no había otra cosa que el polvo acumulado contra el zócalo.
El piso estaba desnudo, atravesado por unas pocas rayas de linóleo gastado; un diseño floral monótono cubría las paredes. El papel se había despegado en algunos sitios, pero fuera de eso el cuarto parecía habitable.

Conteniendo la respiración, Ward cerró con un pie la puerta del cubículo, y luego se volvió hacia Rossiter.
—Henry, ¿te das cuenta de lo que hemos descubierto? ¿Te das cuenta, hombre?

—Cállate. Por el amor de Dios, baja la voz. —Rossiter examinó el cuarto cuidadosamente.— Es fantástico. Estoy tratando de ver si alguien lo ha usado en los últimos tiempos. —Desde luego que no—señaló Ward—. Es evidente. Ese cuarto no tiene puerta. La puerta es donde nosotros estamos ahora. Seguramente la taparon con el tablero hace años, y se olvidaron. Mira cuánta suciedad.

Rossiter contemplaba el cuarto, y aquella inmensidad le producía vértigos.

—Tienes razón —murmuró—. Bueno, ¿cuándo nos mudamos?

     Arrancaron uno por uno los tableros de la parte inferior de la puerta, y los clavaron en un marco, que podían sacar y poner rápidamente, disimulando la entrada.

     Luego escogieron una tarde en que la casa estaba prácticamente vacía y el administrador dormido en la oficina del subsuelo, e irrumpieron por primera vez en el cuarto; entró Ward solo mientras Rossiter montaba guardia en el cubículo.

     Durante una hora se turnaron, caminando silenciosamente por el cuarto polvoriento, estirando los brazos para sentir aquel vacío ilimitado, descubriendo la sensación de una libertad espacial absoluta. Aunque más reducido que la mayoría de los cuartos subdivididos donde habían vivido antes éste parecía infinitamente mayor, las paredes unos acantilados inmensos que subían hacia el tragaluz.

     Finalmente, dos o tres días después, se mudaron al nuevo cuarto.


Durante la primera semana Rossiter durmió solo allí, y Ward en el cubículo, donde pasaban el día entero juntos. Poco a poco fueron introduciendo algunos muebles: dos sillones, una mesa, una lámpara que conectaron al portalámparas del cubículo. Los muebles eran pesados y victorianos, los más baratos que encontraron, y su tamaño acentuaba el vacío de la habitación. El orgullo principal era un enorme armario de caoba, con ángeles tallados y espejos encastillados, que tuvieron que desarmar y llevar a pedazos en las valijas. Se elevaba ahora junto a ellos, y a Ward le recordaba unos microfilrns de catedrales góticas, —unos órganos inmensos que cubrían paredes de naves.

     Luego de tres semanas dormían los dos en el cuarto, el cubículo les parecía insoportablemente estrecho. Una imitación de biombo japonés dividía adecuadamente el cuarto, sin quitarle espacio. Sentado allí a las tardes, rodeado de libros y álbumes, Ward iba olvidando poco a poco la ciudad de allá afuera.  Afortunadamente llegaba a la biblioteca por un callejón escondido y evitaba así las calles atestadas. Rossiter y él mismo le comenzaron a parecer las dos únicas personas reales, todos los demás un inane producto lateral, réplicas casuales que ambulaban ahora por el mundo.

     Fue Rossiter quien sugirió pedirles a las dos muchachas que compartiesen el cuarto. —Las han vuelto a echar, y quizá tengan que separarse —le dijo a Ward, evidentemente preocupado de que Judith cayese en mala compañía—. Siempre hay congelación de alquileres después de una revaluación, pero todos los propietarios lo saben y entonces no alquilan hasta que les conviene. Se está volviendo muy difícil encontrar sitio.

     Ward asintió, y fue al otro lado de la mesa circular de madera roja. Se puso a jugar con una borla de la pantalla verde arsénico de la lámpara, y por un momento se sintió como un hombre de letras victoriano que llevaba una vida cómoda y espaciosa en una sala atestada de muebles.

—Estoy totalmente de acuerdo —dijo, señalando los rincones vacíos—. Hay sitio de sobra aquí. Pero tendremos que asegurarnos de que no se les escapará una palabra.


Luego de tomar las debidas precauciones, hicieron participar del secreto a las dos muchachas, que contemplaron embelesadas aquel universo privado. —Pondremos un tabique en el medio —explicó Rossiter—, y lo sacaremos todas las mañanas. Podrán mudarse aquí en un par de días. ¿Qué les parece?

—¡Maravilloso!

     Las jóvenes miraron el armario con ojos muy abiertos, y bizquearon ante las infinitas irnágenes reflejadas en los espejos.

    No tuvieron dificultades para entrar y salir. El movimiento de inquilinos era continuo y las facturas las ponían en el buzón. A nadie le importó quiénes eran las muchachas y nadie prestó atención a aquellas visitas regulares al cubículo.

Sin embargo, media hora después de la llegada, ninguna de las muchachas había vaciado las valijas.

—¿Qué pasa, Judith?—preguntó Ward, caminando de lado entre las camas de las jóvenes hasta el estrecho hueco entre la mesa y el armario.

    Judith vaciló, mirando a Ward y luego a Rossiter, que estaba sentado en su cama, terminando de preparar el tabique de madera.

—John, lo que pasa es que...

Helen Waring, más directa, tomó la palabra, mientras alisaba el cubrecama con los dedos.

—Lo que Judith está tratando de decir es que nuestra posición aquí es un poco embarazosa. El tabique es...
Rossiter se puso de pie.

—Por amor de Dios, Helen, no te preocupes —la tranquilizó, hablando en aquella especie de susurro fuerte que todos habían cultivado sin darse cuenta—. Nada de cosas raras, podéis confiar en nosotros. El tabique es sólido como una roca.

Las dos muchachas asintieron.

—Sí —explicó Helen—, pero no está puesto todo el tiempo. Pensamos que si hubiera aquí una persona mayor, por ejemplo la tía de Judith, que no ocuparía mucho espacio y no causaría ninguna molestia porque es muy agradable, no tendríamos que preocuparnos del tabique... más que a la noche—agregó rápidamente.
Ward lanzó una mirada a Rossiter, que se encogió de hombros y se puso a estudiar el suelo.

—Bueno, es una solución —dijo Rossiter—. John y yo sabemos cómo se sienten ¿Por qué no?

—Sí, claro —coincidió Ward. Señaló el espacio entre las camas de las muchachas y la mesa—. Uno más no se notará.

Las muchachas estallaron en gritos de alegría. Judith se acercó a Rossiter y lo besó en la mejilla.

—Perdóname que sea tan pesada, Henry.—Judith sonrió.— Qué tabique más maravilloso has hecho. ¿No podrías hacer otro para mi tía, uno pequeño? Es muy dulce pero se está volviendo vieja.

—Naturalmente—dijo Rossiter—. Te entiendo. Me queda madera de sobra.

Ward miró el reloj.—Son las siete y media, Judith. Deberías ponerte en contacto con tu tía. No sé si tendrá tiempo de llegar esta noche.

Judith se abotonó el abrigo.

—Oh, sí —le aseguró a Ward—. Volveré en un instante.

La tía llegó a los cinco minutos, con tres pesadas valijas.


—Es asombroso —observó Ward a Rossiter tres meses después—. El tamaño de este cuarto todavía me produce vértigos. Es casi más grande cada día que pasa.

Rossiter asintió rápidamente, evitando mirar a una de las muchachas que se estaba cambiando detrás del tabique central. Ahora nunca sacaban ese tabique, porque desarmarlo todos los días se había vuelto pesado. Además, el tabique secundario de la tía estaba pegado a ese, y a ella no le gustaba que la molestasen. Asegurarse de que entrara y saliera correctamente por la puerta camuflada ya era bastante difícil.

A pesar de eso parecía improbable que los descubriesen. Evidentemente el cuarto había sido un agregado construido sobre el pozo central del edificio, y las valijas apiladas en el pasillo circundante amortiguaban todos los ruidos. Directamente debajo había un pequeño dormitorio ocupado por varias mujeres mayores, y la tía de Judith, que las visitaba regularmente, juraba que no oía ningún sonido a través del grueso cielo raso. Arriba, la luz que salía por el tragaluz no se podía distinguir de los otros cientos de lámparas encendidas en las ventanas de la casa.

Rossiter terminó de preparar el nuevo tabique y lo levantó entre su cama y la de Ward, ajustándolo en las ranuras de la pared. Habían coincidido en que eso les daría un poco más de intimidad.

—Seguramente tendré que hacerles uno a Judith y Helen —le confió a Ward.

Ward se acomodó la almohada. Habían devuelto los dos sillones a la mueblería porque ocupaban demasiado espacio. La cama, en cualquier caso, era más cómoda. Nunca se había acostumbrado del todo a la tapicería blanda.

—No es mala idea. ¿Y qué te parece si instaláramos unos estantes en las paredes? No hay sitio donde poner algo.


La instalación de los estantes ordenó considerablemente el cuarto, despejando grandes zonas del piso. Separadas por los tabiques, las cinco camas estaban dispuestas en fila a lo largo de la pared del fondo, mirando al armario de caoba. Entre las camas y el armario había un espacio libre de poco más de un metro, y dos metros a cada lado del armario.

     La visión de tanto espacio fascinaba a Ward. Cuando Rossiter comentó que la madre de Helen estaba enferma y que necesitaba urgente cuidado personal, él supo en seguida dónde podrían ponerla: al pie de su propia cama, entre el armario y la pared lateral.
Helen rebosaba de alegría.

—Eres tan bueno, John —le dijo—; pero, ¿te importaría que mamá durmiese a mi lado? Hay espacio suficiente para meter otra cama.

     Rossiter desarmó los tabiques y los puso más juntos. Ahora había seis camas a lo largo de la pared. Eso daba a cada cama un intervalo de unos setenta y cinco centímetros, lo justo para sacar los pies por el costado. Tendido boca arriba en la última cama de la derecha, los estantes a medio metro por encima de la cabeza, Ward casi no podía ver el armario, pero nada interrumpía el espacio que tenía delante, unos dos metros hasta la pared.

    Entonces llegó el padre de Helen.

     Ward golpeó en la puerta del cubículo y le sonrió a la tía de Judith mientras ella lo hacía pasar. La ayudó a poner en su sitio la cama que guardaba la entrada, y luego llamó en el panel de madera. Un momento después el padre de Helen, un hombre pequeño y canoso, de camiseta y tirantes sujetos con un cordel a los pantalones, apartó la madera.

    Ward lo saludó con una inclinación de cabeza y caminó por encima de las pilas de valijas que había en el suelo, al pie de las camas. Helen estaba en el cubículo materno, ayudando a la anciana a tomar el caldo de la tarde. Rossiter, arrodillado junto al armario, transpiraba copiosamente tratando de sacar con una palanca de hierro el marco del espejo central. Sobre la cama y en el suelo había pedazos del armario.

     —Tendremos que empezar a sacar todo esto mañana —le dijo Rossiter. Ward esperó a que el padre de Helen pasara y entrara en su cubículo. Se había fabricado una pequeña puerta de cartón, y la cerraba por dentro con un tosco gancho de alambre.

Rossiter lo miró y arrugó el ceño, furioso.

—Alguna gente es feliz. Este armario da un trabajo enorme. ¿Cómo se nos habrá ocurrido comprarlo?

     Ward se sentó en la cama. El tabique le apretaba las rodillas y casi no podía moverse. Miró hacia arriba mientras Rossiter estaba ocupado y descubrió que la línea divisoria que él había marcado a lápiz estaba tapada por el tabique. Apoyándose en la pared, trató de empujarlo y volverlo a su lugar, pero aparentemente Rossiter había clavado el borde inferior contra el suelo.

     Hubo un golpe seco en la puerta del cubículo que daba al pasillo: Judith que volvía de la oficina. Ward comenzó a levantarse y se sentó de nuevo.

—Señor Waring—dijo suavemente. Era la noche que le tocaba hacer guardia al anciano.

   Waring se acercó a la puerta del cubículo arrastrando los pies y la abrió haciendo bastante ruido, cloqueando entre dientes.

—Arriba y abajo, arriba y abajo —murmuró. Tropezó con la bolsa de herramientas de Rossiter y lanzó un juramento en voz alta; luego agregó por encima del hombro, de mal humor—: Si me preguntan les diré que hay aquí demasiadas personas. Abajo hay sólo seis, no siete como aquí, y en un cuarto del mismo tamaño.
Ward asintió vagamente y se volvió a estirar sobre la cama estrecha, tratando de no golpearse la cabeza contra los estantes. Waring no era el primero en sugerirle que se fuera. La tía de Judith le había hecho una insinuación similar dos días antes. Desde que había dejado el empleo de la biblioteca (el alquiler que cobraba a los demás le alcanzaba para comprarse los pocos alimentos que necesitaba) Ward se pasaba la mayor parte del tiempo en el cuarto, viendo al viejo más de lo que deseaba, pero había aprendido a tolerarlo.

     Tratando de calmarse, descubrió que alguien había desmontado la espira derecha del armario, todo lo que él había podido ver en los dos últimos meses.

     Habia sido una hermosa pieza, que simbolizaba de algún modo todo ese mundo privado, y el vendedor le había dicho en la tienda que quedaban pocos muebles como ese. Por un instante Ward sintió un repentino espasmo de dolor, como cuando era niño y el padre le quitaba algo en un arrebato de exasperación y él sabía que nunca volvería a tenerlo.

    En seguida se tranquilizó. Era un hermoso armario, sin duda, pero cuando no estuviese allí el cuarto parecería todavía más grande.

jueves, 13 de junio de 2013

Las historias del fin de los Hombres

Algo terrible ha pasado y nuestro fin llegó: Una devastadora guerra nuclear acabó con todo lo que estaba vivo, excepto las cucarachas y los protegidos de un bunker; alguien ha liberado un virus que mutó demasiado rápido y mató a las masas a un ritmo insoportable; algo nos atacó o bien la Tierra ha dicho “basta”. He aquí los clichés más populares sobre el fin de los hombres, los que se pueden reproducir en una película con un presupuesto decente. Pero el fin devastador del mundo se ha relatado por cientos de personas y algunos de estos relatos pueden sentirse como más probables o mejor intencionados que otros.
Sus escenarios y tratamientos han sido muchos. En algunos ni siquiera interesa saber qué fue lo que nos acabó, como en el cuento Vendrán las lluvias suaves de Ray Bradbury, donde lo importante es ver que por alguna razón los hombres ya no están ahí pero que las máquinas domésticas ultramodernas seguirán haciendo sus tareas programadas para cada horario, ajenas a cualquier catástrofe que haya sucedido. Al final, por mera inercia, las máquinas seguirán trabajando hasta que ellas mismas –sin ninguna clase de inteligencia- acaben con los restos de las últimas casas sobrevivientes.
Mas hay cierta convención; el fin de los hombres no es sinónimo del fin del mundo. Los hombres han de irse y puede que nadie los recuerde o que los robots mantengan su recuerdo durante un corto tiempo; en Un hombre es un hombre de Gabriel Trujillo Muñoz las máquinas se recrean formando imágenes de los hombres e imaginan melancólicas cómo sería verlos otra vez antes de que ellas mismas desaparezcan.
Después de todo, aunque llegue nuestro fin, no sabemos qué actitud tomaremos al presentirlo claramente, tal vez las mujeres sigan bordando en resignada espera como en Bordado, otro cuento de Bradbury. También puede ser que intentemos arreglarlo con nuestro escaso entendimiento de los hechos como sucede en el brillante filme Doce monos de Terry Gilliam. No sabemos cómo reaccionaríamos si sucediera hoy pero nos parece que sería diferente a como lo haríamos en el futuro o como lo habríamos hecho en el pasado; los tiempos y nuestra mente serán diferentes en ese momento.
Una nueva pregunta: ¿nuestro fin llegará cuando sigamos en la Tierra o nos iremos de aquí mucho antes? He ahí también el sueño de Asimov en el que el hombre abandona y olvida su planeta original. Aunque por otra parte el hombre puede irse sin haber dado un paso concreto en la conquista del espacio.
En esta ocasión les presento un cuento de esta última clase, es decir, un poco pesimista y  melancólico: su título es Mundo blanco y pertenece al destacado escritor mexicano José Luis Zárate.
¿Qué pasaría si a pesar de nuestros sueños los primeros intentos de vivir más allá del cielo fueran también los últimos? ¿Qué podría detener en seco esa empresa?
Cuánta melancolía podría haber en el recorrido de algún visitante que viera sin querer aquello que dejaron tras de sí los últimos humanos; sus cuerpos que no se podrían podrir en la Luna, sus últimas llamadas de auxilio seguirían sonando por años.
Así pues, sea lo que sea que pase o que hagamos antes de que nos vayamos y de que el mundo quede desolado  les dejo antes este relato del autor de CF poblano, propio para leerse en un día nublado.



miércoles, 5 de junio de 2013

Leyendo a Bradbury desde el País de Octubre

El cinco de junio es desde hace un año una fecha especial para recordar; este mismo día en 2012, murió Ray Douglas Bradbury -sin el Douglas, para los cuates-. El genial escritor estadounidense nació en 1920 en Waukegan, Illinois. Empezó a escribir desde temprana edad y en 1947, a sus veintiséis años, publicó su primer libro: Dark Carnival.

Excelente cuentista, su obra es amplísima; ya que escribió toda clase de cuentos no se le puede encasillar a un género en específico. Se dice que Bradbury escribía al menos mil palabras diariamente, cosa que no es difícil de creer si se ha leído por lo menos uno de sus libros. Una de las características más impresionantes de su literatura es su variedad enorme de argumentos, escenarios y temas.

En un solo libro que él mismo haya antologado se puede ver este vaivén tan poco común entre historias completamente distintas. Por ejemplo, en El signo del gato,nos cuenta  una historia sobre una mujer negra que espera al hombre de quien ella fue nana hace mucho tiempo sin saber si llegará o no, luego leemos otro cuento sobre cómo la ex esposa de un  escritor hemofílico intenta acabar con él porque ha dicho demasiado. Después, entre varios otros cuentos, leemos cómo han aparecido algunas obras de Clemente Velasco, Siqueiros y otros muralistas mexicanos bajo un túnel de las avenidas de San Fransisco.

Estos cuentos, por supuesto, tienen características en común, una de las cuales es el dinamismo con que te adentran de inmediato en la situación y luego te dejan, al final del cuento, con ese estremecimiento único de los buenos cuentistas. De esta forma te llenas sin darte cuenta de la ingenua esperanza de una familia que ha encontrado una granja abandonada en La guadaña, o del terror gradual de unos padres ante su bebé en El pequeño asesino.

Estos dos últimos cuentos aparecen en uno de sus libros más bellos y menos conocidos El país de octubre. Quiero hablar un poco sobre este libro porque es especial, de hecho en la introducción Bradbury nos informa que en él están contenidos relatos un tanto diferentes a los que escribiría después. En efecto, todos estos cuentos, algunos de los cuales formaron parte de su primer libro, tienen un toque que revela la magia del escritor que halló un estilo nuevo  y que habla por primera vez como él quiere del mundo en sus ojos. Uno de los cuentos más importantes de esta recopilación es El siguiente en la fila que habla sobre las vacaciones de una pareja estadounidense en un pueblo mexicano, una comunidad guanajuatense tal vez, donde el cementerio es una sala enorme donde hay decenas de momias apiladas en las paredes.

Ciertamente Ray Bradbury sentía un encanto especial por México y su cultura, este país “que habitan gentes de otoño, que sólo tienen pensamientos otoñales. Gentes que pasan por las aceras desiertas con un sonido de lluvia…”

Les dejo en esta ocasión un cuento apropiado para este blog y para esta fecha; un cuento de ciencia ficción  con uno de sus temas recurrentes; la melancolía del fin del mundo. El cuento se llama Bordado. Dejo este relato con la esperanza de que cause en ustedes alguna de las dos reacciones que siempre me causa un cuento de Ray Douglas Bradbury; la piel chinita o el enmudecimiento.

"Bordado" de Ray Bradbury

En el porche oscuro, en las últimas horas de la tarde, había un relampagueo de agujas, como el movimiento de un enjambre de insectos de plata a la luz. Las tres mujeres torcían la boca sobre el trabajo. Inclinaban los cuerpos hacia atrás, y luego imperceptiblemente hacia adelante, moviendo las sillas mecedoras y murmuraban. Cada una de las mujeres se miraba las manos como si hubiesen descubierto de pronto que allí golpeaban sus corazones.

-¿Qué hora es?

-Las cinco menos diez.

-Tengo que levantarme y pelar esos guisantes para la cena.

-Pero…-dijo una.

-Oh sí, se me había olvidado. Tonta de mí…

La primera mujer se detuvo, dejó el bordado y la aguja, y miró por la puerta abierta del porche el tibio interior de la casa silenciosa, la callada cocina. Allí sobre la mesa, como los más puros símbolos de la vida doméstica que ella hubiese podido ver, descansaba el montón de guisantes recién lavados en sus limpias y elásticas cáscaras, esperando que unos dedos los trajeran al mundo.


-Ve a pelarlos si te hace feliz- dijo la segunda mujer.

-No-dijo la primera. No quiero. No quiero realmente.

La tercera mujer suspiró. Bordó una rosa, una hoja, una margarita en un campo verde. La aguja de bordar se alzaba  y desaparecía.

La segunda mujer estaba trabajando en el más fino, el más delicado bordado de los tres, dando hábiles puntadas, lanzando la aguja por innumerables caminos. Su rápida y negra mirada acompañada todos los movimientos. Una flor, un hombre, un camino, un sol, una casa; la escena crecía bajo su mano; una belleza en miniatura, perfecta en todos los hilados detalles.

-En momentos como este parecería que una vuelve siempre a sus manos-dijo, la primera mujer y las otras asintieron de modo que las mecedoras se mecieron otra vez.

-Se me ocurre- dijo la primera mujer-que nuestras almas están en nuestras manos. Pues hacemos con ellas todas las cosas. A veces pienso que no las usamos bastante. Por lo menos es cierto que no usamos nuestras cabezas.

Todas miraron con más atención lo que hacían las manos.

-Sí-dijo la tercera-, cuando una recuerda toda una vida, parece que recordase menos las caras que las manos, y lo que ellas hicieron.

Contaron para sí mismas las tapas que habían levantado, las puertas que habían abierto y cerrado, las flores que habían recogido, las camas que habían tendido, todo con dedos rápidos o lentos según su hábito o costumbre. Recordaban, y veían una agitación de manos, como el sueño de un brujo, y puertas que se abrían de pronto de par en par, grifos que cerraban, escobas sacudidas, niños azotados. No se oía otro sonido que el murmullo de manos rosadas; el resto era un sueño sin voces.

-No hay que abrir o cerrar ventanas.

-No hay que recortar recetas de cocina de los periódicos.

Y de pronto las tres mujeres se echaron a llorar. Las lágrimas les rodaron suavemente por la cara y cayeron sobre las telas donde se retorcían los dedos.

-Esto no nos ayudará -dijo al fin la primera mujer llevándose las yemas del pulgar a los párpados. Se miró el pulgar y estaba húmedo.

-¡Mirad qué he hecho! -dijo la segunda mujer, exasperada.

Las otras dejaron de bordar y miraron. La segunda mujer sostenía en alto su bordado. La escena era casi perfecta. El bordado sol amarillo brillaba sobre el bordado campo amarillo, y el bordado camino castaño se curvaba hacia la bordada casa rosada. Pero en la cara del hombre junto al camino había algo raro.

-Tendré que sacar todos los hilos para arreglarlo-dijo la segunda mujer.

-Qué lástima.

Todas miraron atentamente la hermosa escena que tenía un defecto.

La segunda mujer empezó a sacar los hilos con sus relampagueantes tijeritas. La figura salió hilo por hilo. La mujer tiraba y arrancaba, casi con un maligno placer. La cara del hombre desapareció. La mujer siguió tironeando de los hilos.

-¿Qué has hecho? -preguntó la otra mujer

Se inclinaron y vieron lo que ella había hecho.

El hombre ya no estaba junto al camino. La mujer lo había quitado del todo.

No dijeron nada y volvieron a sus trabajos.

-¿Qué hora es?- preguntó una.

-Las cinco menos cinco.

-¿Dijeron que ocurrirá a las cinco?

-Sí.

-¿Y no saben aún qué pasará realmente cuando ocurra?

-No, no con seguridad.

-¿Por qué no los detuvimos antes de que llegaran tan lejos, y alcanzara este tamaño?

-Es dos veces mayor que antes. No, diez veces. O quizás mil veces

-Esta no es como la primera de la última docena. Es distinta. Nadie sabe qué hará.

Las tres mujeres esperaban en el porche entre el aroma de las rosas y la hierba recién cortada.

-¿Qué hora es?

-Las cinco menos un minuto.

Las agujas brillaron con fuegos de plata. Se sumergieron como un menudo cardumen de peces metálicos en el aire cada vez más oscuros del estío.

Muy lejos se oyó el zumbido de un mosquito. Luego algo parecido a un retumbar de tambores. Las tres mujeres torcieron las cabezas, escuchando.

-¿No oiremos nada, no es cierto?

-Dicen que no.

-Quizás somos tontas, quizás pasarán las cinco y seguiremos limpiando guisantes, abriendo puertas, revolviendo sopas, lavando platos, preparando almuerzos, pelando naranjas…

-¡Oh, cómo nos reiremos de asustarnos con un viejo experimento!

Las tres mujeres se sonrieron un instante.

-Las cinco.

Las mujeres enmudecieron y volvieron al trabajo. Los dedos se apresuraron. Las caras se inclinaron sobre sus frenéticos movimientos. Los dedos bordaron lilas y hierbas y árboles y casas y ríos. No hablaban, pero uno podía oír cómo respiraban en el silencioso aire del porche.

Pasaron treinta segundos.

Al fin, la segunda mujer suspiró aliviada.

-Me parece que iré a pelar esos guisantes para la cena –dijo-. Yo…

Pero ni siquiera tuvo tiempo de alzar la cabeza. En alguna parte, a un lado, vio que el mundo brillaba y se incendiaba. No miró, pues sabía qué era, ni tampoco las otras, y en ese último instante los dedos de las tres siguieron volando. No miraron a un lado para ver qué le ocurría a la región, la ciudad, la casa, aun el porche. Se quedaron mirando los dibujos entre las manos revoloteantes.


La segunda mujer vio cómo se iba una flor bordada. Trató de bordarla de nuevo, pero se iba en seguida, y luego desaparecieron el camino y las briznas de hierba. Advirtió un fuego, que se movía lentamente casi, y se apoderaba de una casa bordada y le sacaba las tejas, y arrancaba una a una las hojas de un arbolito verde, y vio que el sol mismo se deshacía en la tela. Luego el fuego pasó a la punta de la aguja que relampagueaba aún; observó el fuego que le corría por los dedos, los brazos, el cuerpo, y le deshacía el hilado del ser, tan esmeradamente que ella podía apreciar toda su demoniaca belleza. Nunca supo qué le hacía el fuego a las otras mujeres, o el mobiliario o el olmo del patio. Pues ahora, ¡sí, ahora!, le arrancaba el bordado blanco de la carne, el hilado rosa de las mejillas, y al fin le entraba en el corazón, una rosa blanda y roja cosida con fuego, y le quemaba los frescos, bordados y delicados pétalos, uno a uno…

domingo, 2 de junio de 2013

Marcianos en Tepito: el localismo de la ciencia ficción


¿Quién dice que un astronauta no puede comer chilaquiles? Ahí tenemos el caso de [Rodolfo] Neri Vela [Primer astronauta mexicano], que los pidió y se los comió en órbita terrestre.
-Irving Roffé

Por Diego I. Pescador 
         La ciencia ficción (CF) presenta una gran variedad temática; no todas sus historias son proyecciones del mundo hacia un tiempo o un lugar diferentes.
         En aquellas historias que sí lo son se puede notar que tal tiempo o tal época son influidos por el lugar y el momento desde el que se escribieron y que existen conexiones que salvan la distancia entre milenios o  planetas. Sin embargo estas conexiones son meramente secundarias; no suelen ser las ideas centrales y son reminiscencias que el autor no puede evitar.
        En cambio aquellos relatos que sí se ambientan en un mundo totalmente dependiente de la realidad del escritor y que tratan de mostrar una historia a partir de ella dan lugar a lo que se conoce como localismo de la ciencia ficción.
         Dichos relatos tienen un tono o un desarrollo limitado por la realidad social y geográfica del autor. Son su retrato desde alguna perspectiva propia del género; a veces la perspectiva de un retrato nos habla sobre su intención.
         Como es de suponerse, esta clase de cuentos se ha escrito en México:
       En esta ocasión les presento el cuento De cómo el Roñas y su mamá salvaron el mundo de Héctor Chavarría.
        Dejamos de lado el tono solemne que suelen tener algunas producciones mexicanas al influenciarse por algunos matices de nuestro carácter histórico, el cuento de esta ocasión es más propio de la sociedad suburbana de la última década del siglo pasado, esa era confusa e indefinida donde cualquier gesto artístico de nuestra subcultura tenía siempre algún toque irónico que se define en la frase pues qué le vamos a hacer, la verdadera jaculatoria nacional de la época.
        Aunque cueste creerlo, no todos los ovnis y encuentros cercanos ocurren en EE UU, Héctor Chavarría  no nos habla de la ciudad de Nueva York tras la nueva hecatombe de efectos remasterizados. Más bien nos habla de la Ciudad de México con sus edificios departamentales improvisados, esas horribles costras tras el sismo del 85.
         Les muestro este cuento para demostrar que la CF también ocurre, a veces, en lugares como Iztapalapa o el Tepito de los noventa, y que al ocurrir ahí se convierte en sátira social, en este caso al convivir repentinamente una tropa de ovnis y un tepiteño promedio y así salvar al mundo.
         He aquí pues, el cuento de Héctor Chavarría.

En la próxima semana; La ciencia ficción y la desolación del mundo.

"De cómo el Roñas y su mamá salvaron al mundo" de Héctor Chavarría

Indetectable y poderosa, aunque sólo era un explorador subalterno, la nave descendió entre las capas atmosféricas, dejó atrás las altas montañas que coronaban el valle y se metió de lleno en el smog capitalino.

Ahí comenzaron realmente sus problemas.

El computador de ruta y combate tosió –el equivalente cibernético de una tos- y trató de advertir a sus cuatro tripulantes que las cosas iban mal y podían ponerse peores.

Con una cabriola extraña y que jamás habían hecho en la tenue atmósfera de su planeta de origen, la nave descendió en un predio baldío a causa de los sismos del 85. Claro que los cuatro tripulantes no lo sabían.


Después de reponerse del encontronazo y volver a conectar su computador en huelga, los cuatro descendieron con la típica agresividad  de los Linx –ese sería su equivalente de su nombre en español- y cubriéndose mutuamente las espaldas con sus armas multipropósitos avanzaron entre los escombros.

Cuando aparecieron en la calle se encontraron al Roñas.

Eran lo suficiente humanoides para poder pasar por personas un tanto extrañas, pero las diferencias que podrían ser advertidas por cualquiera a la luz del día, quedaban minimizadas en la noche por la poca iluminación de las calles de Tepito, el smog capitalino y porque el Roñas estaba en su estado natural, cruzado con cemento, mota y una buena dosis de alcohol de teporocho.

El Roñas los saludó amablemente.

-¡Qui’ubas, joy, chale, hijo, presta el traje!

Los extraños intercambiaron rápidos pensamientos y contuvieron el deseo de lanzarle una descarga de alcance medio.

–Saludos, hombre- dijo uno de ellos con acento terrible, pero bastante bien si se toma en cuenta que conocía el español por programas de televisión.

-¿Son gabachos?- inquirió el roñas al advertir la coloración azul oscura de sus pieles.

-Venimos de muy lejos y nos gustaría hablar con su líder- eso se decía en las películas que los extraños habían visto.

-Y, ¿tienen sus papeles por si vienen los agentes?

Los extraños intercambiaron nuevamente pensamientos acerca de los papeles. Eso no aparecía en el guión de las películas.

-No los tenemos, hombre ¿podríamos conseguirlos?

-¡Ah, indocumentados! -Exclamó el Roñas consciente de su súbita importancia-. ¿Traen dólares?

Nuevo intercambio de pensamientos.

-Traemos cosas que podrían ser valiosas, pero quisiéramos hablar con su jefe.

-¿Mi jefe? No, joy, el viejo se chispó hace tiempo… pero está mi jefa.

Así pues, el Roñas  los llevó con su mamá. Después de abofetear a su hijo hasta cansarse, doña Eréndira Felícitas se enfrentó con los desconocidos. No entendió nada de lo que decían, pero como buena mexicana tepiteña decidió que era bueno recibir a los extranjeros debidamente.
Así que mientras el Roñas, ya un poco menos pasado y deseoso de volver agarrar avión les hacía plática social, doña Eréndira Felícitas comenzó a preparar la fiesta.

Los extraños, ajenos a la plática del Roñas, tomaron disimuladamente sus omnivacunas y siguieron intercambiando pensamientos.

Será fácil –dijo uno-, son muy primitivos. Analicé los componentes básicos de todo lo que está aquí y nada puede dañarnos, añadió el segundo.

Ellos no saben –dijo otro- que el organismo Linx es resistente a todo en mil planetas. La conquista será juego de niños.

Una vez dominados –intervino el cuarto-, utilizaremos a esta raza primitiva como abono y su planeta como sitio de descanso.

-¿Quieren una chela? –interrumpió el Roñas.

Así fue como el Roñas y su mamá salvaron al mundo.

La nave por supuesto, fue descubierta en el baldío al día siguiente. Estaba ahí quietecita, con su computadora histérica lanzando frenéticas señales a sus dueños.

Ellos ya no estaban ahí. La nave tampoco estuvo mucho tiempo. Nada puede quedar abandonado mucho tiempo en Tepito.

Después de ser deshuesada sus componentes fueron vendidos en el tianguis; ni la computadora fue capaz de defenderse. Las ropas, equipos y armas de los cuatro Linx siguieron el mismo camino, excepto el traje de uno que el Roñas lució hasta que cayó en pedazos.

Los Linx eran muy resistentes pero nadie es capaz de aguantar los antojitos de Tepito, ni siquiera los tepiteños. Además, el Roñas les dio cerveza, cemento y mota… una combinación explosiva. Se desintegraron antes de llegar al pulque y el alcohol de 96… ya no hacen extraterrestres como antes.

El planeta Tierra, gracias al informe de la computadora, fue clasificado como altamente nocivo, especialmente peligroso y los Linx se dedicaron a buscar presas más pacíficas.

El Roñas sigue hasta atrás y doña Eréndira preguntándose a dónde se fueron los gabachos que su hijo llevó a casa y a los que agasajó con los tacos, tamales y antojitos recalentados que no había vendido aquel día.

En el sitio donde descendió la nave y se salvó la Tierra no hay monumento alguno, salvo un adefesio del programa de vivienda para damnificados.

México sigue igual, sin que se sepa que salvó al mundo. Ni siquiera los héroes lo saben, pero todos pueden dormir tranquilos… si los invasores vuelven, Tepito vigila…


Y, mientras Tepito no sea potencia mundial, la Tierra está a salvo…